Bonarda López, un fragmento

https://www.excentrica.ar/wp-content/uploads/Portada-Bonarda-López.jpghttps://www.excentrica.ar/wp-content/uploads/Portada-Bonarda-López.jpgBonarda López, un fragmento

Compartimos el inicio de Bonarda López, la novela de Carlos Ardohain que fue finalista en el Premio Herralde de Novela 2014 y se publicó recientemente en Alción editora.

  “Vivir es creer, al menos es lo que yo creo”

Marcel Duchamp

 

 

Un lugar al margen del dolor

Bonarda López entró al bar y caminó decidida hasta la barra, se paró al lado de uno de los taburetes, deslizó su mano por la superficie de cuerina marrón para limpiarla de polvo y se sentó. El mozo, nada más verla, le sirvió su trago de siempre: un gancia con hielo. En el local no había casi nadie a esa hora de la madrugada, las tenues luces amarillentas sugerían un aire teatral y contribuían a hacer menos visible la suciedad. Un borracho que estaba sentado en una de las mesas del fondo levantó su cabeza vacilante y al verla le gritó: —Che, profesora, ¿te la lavaste hoy?

Ella ni lo miró, sabía de quién se trataba, solamente alzó su mano derecha con el puño cerrado y el dedo medio extendido en dirección a la mesa. El bar era una especie de pasillo profundo con la barra de un lado y una fila de mesas del otro. El piso estaba embaldosado de blanco y negro, y un espejo sucio colgaba encima de las mesas cercanas a la entrada. Más atrás las paredes estaban adornadas con viejos carteles de publicidad y fotos de deportistas. Los grandes anteojos oscuros de Bonarda no dejaban ver sus ojos hinchados y rojizos. Tenía el cabello estirado hacia atrás y sostenido por una hebilla. Se escuchó entonces el sonido característico con el que el tren anunciaba su partida en la estación de enfrente. Bonarda prendió un cigarrillo. En ese bar se podía fumar, se podía hacer cualquier cosa; nadie prohibía ni preguntaba nada, por eso le gustaba ir ahí. Bonarda López era crítica de arte, y en este caso está bien utilizado el tiempo verbal, ya que esa noche la habían despedido del diario en el que trabajaba y donde publicaba sus reseñas y comentarios. Lo veía venir; y esa noche, cuando llevó el comentario sobre el premio ArgenGas, otorgado en la feria de arte más importante de la ciudad a una obra que era una bolsa de nylon con un par de zapatos viejos y un montón de calamares podridos, el jefe de redacción le ordenó:

—Cambiala, no podemos hacer una crítica negativa sobre ese premio.

Bonarda se negó argumentando que la obra era lisa y llanamente una mierda. Discutieron, elevaron el tono, se gritaron barbaridades y el tipo la echó. Así, sin más. Ella lo insultó y se fue dando un portazo. Estuvo caminando un buen rato sola, sin rumbo y llorando; terminó en ese bar al que iba a menudo, especialmente cuando se sentía mal. El ambiente era ideal para dejarse ir en el dolor, para vivir el tango personal. En ese sentido todos los habitués eran hermanos, todos estaban en la lona. Seres indefensos, condenados por su propia naturaleza al letargo inane de la resignación. El borracho del fondo la conocía y algo había escuchado de su actividad, por eso la había llamado profesora. Ella siempre elegía sentarse en la barra; había aprendido que, en un lugar como ese, una mujer está más protegida y es más inaccesible en la butaca individual del mostrador que en una mesa en la que se puede sentar cualquier perejil con ínfulas de conquistador.

Bonarda pensaba en forma de relato, pensaba por medio del lenguaje construido, de manera que se puso a pensar.

Pensó en Bonarda López entrando a esa hora avanzada de la noche al bar mugroso que estaba frente a la estación de trenes. Había llorado y caminado sola por horas. Ahora quería tomar un par de copas en ese lugar perdido en la ciudad. Se había sentado en la barra y cuando el mozo la vio le trajo lo de siempre: gancia con hielo en vaso alto con un poco de limón. Escuchó ese grito tembloroso que venía del fondo del local y estaba dirigido a ella, una forma grosera y tosca de saludo con ribetes agresivos. Sabía de quién provenía, del borracho que siempre se sentaba en la última mesa. Tuvo el impulso de sonreír ante la ingenuidad casi adolescente del insulto, último recurso del marginal para enfrentarse con el mundo que lo había puesto al borde del nocaut. Pero no sonrió. En cambio le pidió al mozo que le llevara a la mesa otra copa de lo que estuviera tomando, que resultó ser ginebra. Bonarda era alta, flaca, huesuda y fuerte. Antipática según muchos, y temida, acaso odiada, en el medio del arte por sus críticas implacables y sin concesiones. Pero ahora se había quedado sin trabajo. Tal vez le había llegado la hora, el momento de ver rodar su cabeza. Se puso a pensar en las razones por las que podrían cortársela. Y le dio por trazar planes, algo que se le daba mal, pero igual lo hacia. Mientras su pensamiento seguía construyendo un relato mental, se fue tomando tres o cuatro gancias con hielo y limón.

Después caminó hacia el fondo del barsucho, se sentó a la mesa del borracho, que la  miraba con la vista perdida, y le preguntó cómo se llamaba. Le contestó, con voz trabada, que su nombre era Severo. Ella le dijo, mirándolo a los ojos:

—Muy bien, Severo, yo te voy a transformar en un artista.

 

 

El cronista inesperado

 

Cuando conocí a Albertina, ella era una celebridad olvidada. Sobrevivía gracias a la pensión que cobraba por haber ganado el premio municipal de poesía y de lo que obtenía dando talleres de escritura. Tomé contacto con ella después de haber leído todos sus libros y la traducción magnífica que había hecho de la poesía completa de Auden, coronada por un riguroso ensayo en el que arrojaba luz sobre su obra y su vida. La admiré más después de leerlo. La busqué y empecé a ir una vez por semana a su casa para un taller individual. Congeniamos de inmediato. Había sido una mujer hermosa y de algún modo lo era todavía, aunque los años la habían deteriorado. Conservaba su larga cabellera sin teñir y eso le daba un aire clásico, fuera del tiempo. Hacía a menudo un gesto que al principio me intimidó y más tarde entendí como una reafirmación de ciertas autocomplacencias interiores: al terminar alguna frase especialmente feliz levantaba la barbilla y enarcaba las cejas, y después de un instante sonreía, como disculpándose por haber estado tan genial. Con el tiempo empecé a quedarme a cenar con ella después del taller y a disfrutar de sus historias y anécdotas, a pesar de que algunas resultaban un poco incoherentes o acaso inventadas. Albertina bebía mucho, tomaba dos o tres whiskys previos a la botella de vino que nos bebíamos con la comida. Después seguía con el whisky. Y así fue como llegué a conocer a Bonarda, fragmentariamente, mediante los monólogos nocturnos de la poeta que había sido su compañera y, siempre según ella, su gran amor. Albertina y Bonarda se habían conocido en una inauguración de pintura e inmediatamente sintieron una fuerte atracción intelectual. Bonarda era filosa y seca, y Albertina volcánica y barroca. Descubrieron que en muchas cosas se complementaban. Recuerdo especialmente la manera en que Albertina me definió su primer encuentro amoroso: dijo algo así como que la primera noche que habían estado juntas en la cama había sido una especie de viaje a la tercera margen del río. Hacía unos años que se habían separado, dolorosamente y en forma definitiva, y desde entonces Albertina estaba sola.

A veces me hablaba de ella con cariño y otras con odio o dolor. En ocasiones hablaba de sí misma, de cosas que había vivido o hecho y yo pensaba al principio que se refería a Bonarda, de modo que pasado cierto tiempo tenía que recomponer en mi cabeza las historias y acomodarlas en los personajes correctos. Pero esta confusión me gustaba, las ambigüedades me parecían poéticas. Había siempre una bruma borrando los contornos de las formas, las precisiones de los relatos. Era como si Albertina contara siempre con puntos suspensivos, y los personajes también estuvieran suspendidos en el tiempo y en su mente.

Albertina había sufrido hacía algunos años un accidente al caerse de un caballo y se había fracturado la cadera. Como resultado de ello tenía una prótesis y había sido sometida a varias operaciones que le dejaron como secuela una cojera permanente. Estaba obligada a tomar, todos los días, comprimidos para el dolor y la inflamación, lo que mezclado con el alcohol hacía una combinación peligrosa.

Pero Albertina era brillante y, a menudo, genial. Fue muy generosa y pródiga conmigo, me tuvo infinita paciencia y alentó mis torpes progresos. Cuando entraba en el terreno de la confidencia, impulsada por la confianza que crecía entre nosotros, yo agudizaba los sentidos para comprender el vínculo que la había unido a Bonarda y, además, para conocer a Bonarda, ya que su personalidad y su vida me resultaban cada vez más fascinantes.

En su casa conocí a poetas admirados que de otro modo hubieran sido inaccesibles para mí. Muchas veces invitaba a un poeta o escritor a comer y, generosamente, me incluía en la invitación. Los vi comer y beber, oí sus comentarios desdeñosos hacia algunos colegas, sus burlas de críticos y periodistas, los vi perder la elegancia más temprano que tarde. A alguno de ellos me tocó llevarlo en taxi a su casa.

Y así, a pantallazos, en forma de recuerdos esporádicos acumulados a lo largo de muchas noches, fue como conocí a Bonarda y reconstruí su historia, aunque algunas cosas ya no sé si las escuché o las inventé (a veces también yo me pasaba de copas en la cena o después; y alguna noche me habré quedado en casa de Albertina y habré amanecido en su cama también, pero de eso no tengo mucho recuerdo).

 

Denominación de origen

Bonarda había estado casada y tenía tres hijos a los que veía muy poco. Cuando se separó vino a vivir sola a la capital y dejó a su exmarido y sus hijos en el Chaco. Desde entonces había enfocado toda su energía en su trabajo de periodista. Empezó a publicar en uno de los diarios más importantes de Buenos Aires y a tener sus primeros éxitos y reconocimientos como crítica de arte. Sus comentarios siempre eran profundos, inteligentes e implacables. Tenía una postura crítica con respecto al arte contemporáneo y escribía notas que iban contra la corriente imperante en el mercado del arte, de alguna manera era una figura molesta. Una noche, en la inauguración de una muestra, le presentaron a Albertina. Se saludaron con una sonrisa y se quedaron charlando con una copa de vino. Albertina era una mujer espléndida, su larga cabellera negra y sus ojos rasgados acaparaban todo lo que circulaba a su alrededor, además de lo hechizante que podía ser con sus palabras. Le dijo que había leído sus columnas y que le parecía muy lúcida e inteligente su postura respecto del arte, que ella pensaba igual. Esa noche charlaron y se rieron mucho y en los días que siguieron se encontraron varias veces. Al mes estaban viviendo juntas, Bonarda se mudó al departamento de Albertina con sus pocas pertenencias y comenzaron a compartir también la coordinación de los talleres de escritura de Albertina.

 

Hay vida bajo los escombros

 

Severo había sido albañil y ahora sobrevivía haciendo changas diversas. Decía haber olvidado su edad, o no estar seguro, pero debería andar por los cuarenta y cinco años. Su cutis cetrino acusaba la mala vida que llevaba; mal afeitado, la ropa arrugada y no muy limpia, todo en su presencia hablaba de abandono y desamor. No había tenido hijos aunque había vivido con un par de mujeres. Cuando Bonarda lo conoció estaba solo, su última compañera no había podido soportar su debilidad por la bebida. Pero es justo decir que no era un hombre violento y nunca le había levantado la mano a ninguna de sus parejas. Vivía en una prefabricada de madera que alquilaba cerca de la estación, en un barrio humilde.

Severo no tenía nada en el mundo, pero aún así había en él espacio para los sueños. A veces soñaba que era un caballo encerrado en un corral de verjas de madera en el que nunca faltaba comida y agua, y dentro de sí sentía que en algún momento rompería la verja a patadas y escaparía galopando por el campo, los agujeros de la nariz muy abiertos y los belfos temblando por sus resoplidos de excitación. Cuando soñaba eso nunca llegaba a la parte de la huida, pero la seguridad de que iba a producirse era cada vez más intensa.

Mientras tanto transcurría su vida entregado al alcohol, casi siempre terminaba la noche tomando sus ginebras en el bar de la estación, ya que el patrón le fiaba anotando lo que tomaba en una libreta mugrosa que tenía bajo el mostrador. Cuando Severo cobraba la quincena o alguna changa, le pagaba lo adeudado y el crédito se renovaba automáticamente. En ese bar era donde había visto algunas veces a Bonarda, siempre tarde y siempre sola, tomando sus tragos en la barra. Digna y altiva, pero sin embargo compartiendo algo del espíritu del bar y de los parroquianos que lo frecuentaban. No era sapo de otro pozo ahí, de alguna manera, desconocida para él, se sentía que era parte del lugar. Le intrigaba verla, tenía algo de masculino en su manera de sentarse en la butaca y tomar el vaso en que bebía, y a la vez una elegancia delicada en su altura casi exagerada. Las manos (le miraba mucho las manos, Severo) eran huesudas y con dedos largos, de pianista o profesora, pensaba él, sin saber muy bien por qué. La veía siempre de perfil y sus grandes anteojos nunca le permitieron verle los ojos. Hasta esa noche en que él, más borracho que de costumbre, le gritó una grosería y ella como respuesta le pagó una ginebra y después vino a su mesa, se sacó los anteojos y se sentó enfrente de él para proponerle un trabajo rarísimo.


piriapolisCarlos Ardohain nació en la ciudad de Mar del Plata, Argentina. Seleccionado en el Primer Concurso Internacional de Cuento Breve organizado por el Salón del Libro Hispanoamericano, Ciudad de México, publicado en el libro Voces con Vida, México, 2009. Entre otros galardones obtenidos, ha sido finalista en el Primer Premio Internacional de Microrrelatos Museo de la Palabra, publicado en el libro Más allá de la medida, España, 2010, y en el Primer Concurso de Narrativa Bernando Kordon, 2015, Argentina, con la nouvelle Cosas que no se pueden guardar en frascos. Publicó notas, reseñas y relatos en revistas de España, México y Argentina. Publicó las novelas Los incógnitos (España, Caballo de Troya, 2011) y Bonarda López (finalista en el Premio Herralde de Novela 2014) (Argentina, Alción, 2018).

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