Trenzas / La muertita. Fragmentos de Susana Szwarc

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Fragmentos de dos obras fundamentales de la escritora chaqueña

TRENZAS

“Uno se olvida y las

cosas se acuerdan de uno”

Joáo Guimaráes Rosa

 

 

 

I

 

Un bosque enmarañado allá y acá. Tuvo que haber pasado pisado algo entre la maleza, entre el bosque enmarañado, algo entre los ruidos y el aturdimiento y el barullo del macagua, algo entre las matas espesas a pesar de lo impenetrable, algo entre el silencio y el murmullo de los guaicurúes, algo entre la aspereza de los tallos, de las hojas vellosas, de las flores moradas en racimo.


Se acercó a la ventana.

¿Llegaría hasta ella el aroma de la tierra mojada?
Esperó.

Esperó hasta el momento en que las gotas empezaron a desparramarse lentas,

suaves. Entonces, cerró los ojos para escuchar el ruido que aumentaba.

Y cuando se largó el chaparrón, ella entró en la lluvia.
Hasta que la lluvia se calmó.

 

 

 

Demasiado calor. Ni una sola nube en el cielo. La mujer cruza el pueblo en la hora de la siesta. Los finos tacos de sus zapatos marcan la tierra.

 

Va absolutamente vestida: zapatos, medias, vestido de flores  y hasta un pañuelo cubriendo del polvo sus larguísimos cabellos.

 

 
Había descendido del tren porque creyó reconocer ese pueblo, como si alguna vez,  antes, hace mucho, lo hubiese mirado.
Por ejemplo, sería un lugar llano, seco. Después del largo recorrido no quedaban casas. Sólo a su alrededor árboles y tierra.
Tenía sed. Y vio no demasiado lejos un charco sucio. En esas aguas mojó sus manos.

 

El calor aumentaba en esos lugares sin piedad.
Por fin llegó a su pueblo. Reconoció, invadida, el antiguo olor. Deseaba un jugo de pomelo.   Entonces vio a una de sus hermanas.
Se abrazaron. Hablaban las dos a la vez.

 

 

Las mujeres reían, lloraban, reían, lloraban. La nenita se unió. Juntas caminaron hasta la casa de la infancia.

 
Querida:

las arañas están más gordas, las telarañas abundan y ellos han envejecido. Pensé que aquí revisaría y corregiría mis escritos pero las puertas no existen y ella habla, habla. Y cuando no habla, gira en torno a uno como un fantasma, de manera que es imposible algún momento de soledad. Además ella siempre parece hablar en otro idioma y yo casi siempre entiendo otra cosa.

Hasta pronto.

 

Recordando. Extrañando. Mucho antes de partir.

 

 

 

“Durante los primeros días que siguieron a nuestro regreso pienso que todos fuimos presa de un verdadero delirio. Queríamos contar, ser al fin oídos.”

 

Llueve. Como antes. Llueve.
Y los truenos. Los relámpagos. La tormenta.
En el pueblo y en la ciudad llueve. En el pueblo y en la ciudad la lluvia parece ser la misma. Pero no es la misma lluvia.
El hombre juega con la radio. Gira y gira las perillas. Y escucha voces desconocidas. Y no le sorprenden tanto los diferentes idiomas cómo las diferentes tonadas que producen.
 

 

Clavó el cuchillo en la cáscara verde y partió en cuatro partes la sandía.
Clavó los dientes en la pulpa roja. Y comió, comió toda la sandía y puso en hilera las semillas negras.
El azúcar de la fruta penetró en sus muelas y ella lloró toda la noche.
Y recordó a la niña que sentada en la tierra, bajo la copa del paraíso, se atragantaba con sandía.
Y su dolor se desvaneció sólo con el amanecer.

 
Atrapó a la nena. La agarró de las trenzas. Le tapó la boca y empezó a sacarle la bombachita. Pero se detuvo. Porque empezó a llover.

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La muertita o la novela que                                               

 

Se te ve cabizbaja, le dijo un vecino y la muertita hizo una inclinación con la cabeza.

Ya empezaban a darse cuenta, no del todo pero sí de algo.

Un olor a tristeza iba segregando y quedaba la segregación por el aire por el piso.

La muertita estornudó, para su sorpresa. No había supuesto eso. Tendría que cuidar los detalles. Tendría que aprender.

 

 

La muertita comenzó a viajar, pensó que esa era una forma de distraerse o mejor, de entretenerse. 

Se aburría, había aprendido que ese estado -el de muertita- era fatigoso sobre todo por el aburrimiento. 

Tomaba el subte en cualquier parte, llegaba al final del viaje, cambiaba de vagón, llegaba a una estación cualquiera, volvía a cambiar de vagón. Hasta el último tren. A veces salía a la calle pero prefería los subsuelos.

 

 

Vivir en el subsuelo. Dormir en el suelo, dormirse y, después, abrir los ojos.   Preguntarse: ¿por qué aquí?

La boca dice: morí. Un mucho, un poco, un rato, un para siempre. No hay respuesta. 

Intentar, entonces, moverse y llegar a la verticalidad. 

 

 

Estaba quieta aunque tenía la sensación de mecerse como si estuviera en un trapecio. 

Entonces movió las manos, se tocó una ceja para tener idea del cuerpo. 

Cuerpo de carne. Cuerpo de aire. Cuerpo despojado. 

Quieta, se mecía.

 

 


 

 

Lo que no podía dilucidar la muertita era ese susto que le salía de alguna parte. Piel de gallina, eso le daba el temblor como si hiciera un gran frío. Sin embargo, en el subsuelo, por lo general hacía calor, como  en la calle;  se daba cuenta por la ropa de los otros. Brazos al desnudo. Pero volviendo al susto: ¿a qué?

Cuando la miraban veía también el susto ajeno. Ella daba miedo. Era como ese perro que intentó tener. Los dos se temían y retiraban el cuerpo, los huesos. Se reiteraban. 

 

La muertita mira por la ventana y ve a un niño chino tomando una mamadera.

El niño chino tendrá unos cinco años y cada uno que pasa le dice que está grande para tomar mamadera. Pero él sigue su acción, como si no entendiera.

 

Pusieron rejas en la puerta de esa tintorería- lavadero y hasta parece que cambiaron los dueños.

Hicieron ellos mismos las rejas y un ruido de sierra, de taladro, de agujereadora, de aullido, resonó días y noches enteras. 

 

 

El niño chino terminó de beber y arrojó la mamadera hacia la ventana.

Embocó.

 

Cuando sintió algo como hambre, salió. Lenta, llegó a la panadería. Al salir, giró la cabeza. Lo vio a Marcelo.

Mar. Lo llamó. Aunque no podía ser. Marcelo se había suicidado hacía dos años. 

Andaba cansado y se tiró de una terraza. Cayó mal, agonizaba agonizaba. 

Le dolía todo. La boca rota, no podía hablar. Por el celular la muertita le hablaba y él, un golpecito, quería decir sí. Dos golpecitos, querían decir no.

No fue a visitarlo. Estaba en el hospital de Bahía Blanca. 

¿Tenés sed? Un golpecito. ¿Calor? Dos golpecitos. 

Hasta que no pudo más.

El que se parecía a Marcelo, llevaba a Proust en los brazos. Como Marcelo. 

 

 

 

 

La muertita sostenía la pared.

La pared: un pañuelo. 

Marcelo llevaba a Proust en los brazos y ella la pared. 

Le picaba la cabeza, se quería rascar. Si la  soltaba, las cosas del mundo no dejarían de caer, se irían más allá del subsuelo. Irrecuperables.

 

Vio cielo, estrellas, luna. Sin embargo sabía que eso también era el subsuelo.

 

 

La muertita se había puesto la remera al revés. La costura estaba allí, al afuera; se dio cuenta después de andar un día entero o más, así, al revés. Y tirando la soga.

Sudaba como una garrapata. 

La cuestión es que nadie le dijo nada de la remera, de las costuras, ni siquiera de la soga.

No había ningún otro que mirara más que el propio pie. A no pisarse, a no pisarse.

Taca taca los pasos. 

La muertita se dio vuelta la remera aunque no sabía si quería cambiar la suerte.

 

Quería anotar: la remera al revés. Y también soga-árbol. En su cuaderno puso soga y árbol entre paréntesis y la pregunta: ¿pueden estas palabras ir juntas?

 


 

Susana Szwarc nació en Quitilipi, provincia argentina del Chaco, en 1954. Publicó poesía y narrativa. Algunos títulos son: El artista del sueño y otros cuentos; Trenzas;. Bailen las estepas; Bárbara dice; Aves de paso; El azar cruje; Una felicidad liviana; La muertita o la novela que.  En literatura infantil: Había una vez una gota; Había una vez un circo; Tres gatos locos. Ha escrito teatro y periodismo cultural.  Poemas y cuentos suyos han sido traducidos al inglés, francés, rumano,  alemán, catalán y chino-mandarín.

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Descripción del Autor

Excéntrica