Cabeza de tigre. La patria que nos robaron.

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Fragmento de la última novela de Marcos Rosenzvaig (Tucumán, 1954) publicada por Alfaguara

 

1.

El disparo resuena en el aire y un cuerpo se desordena en la caída. Los pies rozan la humedad de la bañera. La luz aún se filtra en los ojos cerrados. ¡Qué vergüenza haberme orinado! Gotas de sangre como una runfla de corazones avanzan y se pierden en la rejilla. Los perros descargan el pánico rasguñando la puerta de entrada. Un aullido esquelético, luego la calma. Un velo opalino cubre al hombre de recuerdos como sombras de lo vivido: la llegada a la casa, lo narrado a sus hijos, el disparo y el relincho. Sube un cosquilleo por la cabeza. ¿Se habrá acordado Ana de fumigar como le pedí? Cuando las hormigas avanzan pueden hacer cualquier cosa. Había escuchado hablar sobre hombres comidos por hormigas.
Un sabor amargo en la boca reseca la lengua. El hilo rojo mancha el velo y avanza incansable desde la sien, le rodea el cuello y teje un nudo vaquero en los pulmones. Me hubiese gustado conocer el mar, ser pescador y regresar con el olor de las redes y el color de los zainos en la piel. Tener el cuerpo endurecido, hecho de acantilados feroces y de la violencia de las olas, capaz de nadar hasta islas desconocidas y bucear un diamante en el océano. En lugar de eso tengo este cuerpo de seminarista que con los años se fue desensillando en la rudeza del campo.
La puerta se abre abruptamente. Ana se abalanza. Un gesto excesivo de alarido. La paraliza la suma de cosas por hacer. Sólo atina a arrodillarse y tomarle el pulso. Los hijos tiemblan en el rellano. El hombre, que se llama José Antonio Grimau, los espía como a través del agujero de un telón. No logra establecer si esa noche llegó a contarles el cuento de Cayetano, quizá sea la confusión del momento. La mirada los duplica hasta que se desvanecen. Entonces recuerda que un mes atrás los había llevado a Buenos Aires, al cementerio de la Recoleta, a visitar la tumba del ilustre antepasado. Caminaron casi toda la tarde sin éxito. Él vivió esa contrariedad como una ofensa y se dirigió a la administración a exigir la ubicación de la tumba del teniente Cayetano Grimau y Gálvez. Los recibió un hombre de joroba prominente. Los chicos esperaron cerca de la entrada frente a una máquina de escribir. El empleado buscó al oficial por año y mes de defunción en libros de gran tamaño. Una larga hilera de fallecidos en letra cursiva se extendía longitudinal sobre el papel grueso y amarillento: nombres, edades y causas de muerte. El silencio de la pluma.
Una fotografía mira a los ojos; un nombre escrito carece de mirada.
Sus restos habían quedado fuera del cementerio, extraviados entre huesos y cenizas mezcladas de indigentes y víctimas de la fiebre amarilla. Cayetano Grimau, confundido en los carros desvencijados tirados por caballos cansados que volcaban los cadáveres, uno encima del otro, como en una baraja. Tantos, que los enterradores apostaban para ver cuántos entraban en el mismo hoyo. En ese deshuesado de tripas, en medio de esa multitud anónima, Cayetano había desaparecido.
-Mientras los tenga en mis libros, están vivos -dijo el empleado con un esbozo de sonrisa de maniquí.
Pero José Antonio intuía que la muerte es la nada, que la nada es algo, tierra, y la tierra es la osamenta del mundo. Finalmente es mejor ser tierra que descomponerse por la acción del aire. ¿La acción o la inacción? pensó mirando los ojos turbios del empleado que se movía como un cuerpo abandonado por el alma.
Ahora José Antonio siente el suelo frío bajo los pantalones mojados y se imagina que cabalga y cruza el río. En el recuerdo se confunde con Cayetano. ¿Quién soy? ¿Un niño? ¿Un viejo moribundo? Registra que ya no siente los pies. Esos que abrigaban a los tuyos durante las noches, Ana. Necesitabas tanto abrigo… La pérdida de sensibilidad sube, alcanza las manos, el torso y finalmente la cara. No entiendo por qué mi mente puede lo que mi cuerpo no. La muerte es un ser solitario. Nadie más puede entrar. Nadie puede decir Ego te absolvo, porque no hay perdón para los suicidas.
Abre los ojos temiendo que los hijos no estén allí, temiendo que la mano de Ana lo haya abandonado. Pero no. Todo está quieto como calcado, una imagen fijada para siempre. Quiero recordar este como el día más bello de mi vida. Quiero recordarme joven.
Los dedos largos y pálidos se acercan a su frente sudorosa, caliente, y son ellos, los dedos de Ana, que luchan inútilmente. José Antonio se apena por no poder reaccionar a tanta aflicción, por no responder a tanto amor en sus manos. Qué voy a hacer. Sí, piensa todavía, aunque el aire se resista, aunque no pueda ya colarse entre las rendijas porque al parecer las ventanas se cierran y la oscuridad las sella para siempre. A veces, es necesario que pasen cosas tremendas para retornar sobre los pasos y quitar el polvo de los hábitos endurecidos del alma que esconden el amor debajo de la cama. ¿Por qué no pude pensar esto? ¿Por qué ahora?
En algún lado leyó que lo último que muere en un hombre son sus oídos. Aún escucha todo lo que lo rodea: el llanto de Ana, los niños e incluso el programa radial de música clásica que Ana estaba escuchando en el dormitorio. El hilo rojo continúa tejiéndose, sale por los labios y da una vuelta. Enrosca al cuerpo del otro lado, por el lado que José Antonio ya no puede mirar. Las manos de Ana, como si no se convencieran, continúan cayendo inútiles como una guillotina mocha sobre un cuerpo vacío. ¡Qué indigna es la muerte!
Dicen que los valientes mueren con una mancha húmeda en el pantalón militar; José Antonio agonizaba meado por entero. Ahora dudaba de ser él mismo. ¿O era Cayetano Grimau quien moría? Un minuto después se aclaró todo. Acaba de hacer lo que tendría que haber hecho Cayetano cuando se malogró la misión y volvió a Buenos Aires humillado, cautivo, abochornado por un grupo de matones. Él debió hacer lo que estoy haciendo ahora. Soy él, pero muero como un héroe, sin extender décadas y décadas inútiles para sucumbir en la deshonra de la fiebre amarilla. ¡Yo ajusticié a un traidor de la patria! ¡Yo soy el verdadero Cayetano Grimau!

Marcos Rosenzvaig nació en Tucumán (Argentina) en 1954. Es profesor de Letras por la Universidad de Tucumán y doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Málaga (España) con la tesis “Ser e identidad en la obra de Copi”. Es actor, director y autor de numerosas obras de teatro, como El veneno de la vida, Edipo en la Cruz, Niyinsky, y Regreso a casa, y de varios ensayos entre ellos Técnicas actorales contemporáneas, Breviario de estéticas teatrales, El teatro de la enfermedad, Las artes que atraviesan el teatro, Tadeusz Kantor o los espejos de la muerte y Copi: sexo y teatralidad. Como narrador, publicó Madre, Fuck you!, Qué difícil es decir te quiero, Cabeza de Tigre, Perder la cabeza y Monteagudo, Anatomía de una revolución. Fue publicado en España e Italia. Dirigió numerosas obras de teatro –propias o de otros autores- en la Argentina, España y Suecia. Es el creador del grupo teatral Circus Renacentista.

 

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Excéntrica