La escritura de Miguel de la Cruz es una referencia obligada de las nuevas voces en la literatura pampeana. De acuerdo a los planteos expuestos en distintas publicaciones de la década del ‘80 y ‘90, surgen y se acentúan cuestionamientos respecto a la definición que diera el grupo hegemónico de escritores pampeanos de lo que debería ser la literatura local, incluso se extendía la diatriba hacia los mismos arquetipos regionales. Esa tipología cultural dominante evidenciaba su desgaste ante la interpelación de los autores noveles, por lo menos en lo que infiere a la innovación literaria, ya que la concepción ideológica respecto a la América Profunda sigue hoy en día tan vigente como en aquellos tiempos. Esa toma de posición se halla implícita en la obra de Edgar Morisoli, Guillermo Herzel o Ana María Lassalle, por ejemplo, demostrando, en tal caso, la coherencia de sus luchas y compromisos. Sin embargo, la tendencia que imprimían a las temáticas en aquellos años ya no refería ni refractaba la postura ni los intereses estéticos de los más jóvenes.
Punto de intersección
La producción poética de Miguel de la Cruz es una bisagra ―al decir de la profesora Dora Battiston― entre los creadores que fundaron lo que es nuestra tradición y la irrupción de una práctica escrituraria más imbuida de símbolos urbanos, y que no se encuentra manifiesta en la literatura de ese momento. La nueva producción significante que propone de la Cruz se potenciará con las voces de Alberto José Acosta, Mario Loriga y Charlie Byrne en https://www.acheterviagrafr24.com/viagra-100mg/ una primera etapa, y Alejandro Cavalli, Romina Costilla, Eduardo Senac, Eugenio Cònchez, Carlos Garrido y Claudia Togachinsky, de forma más reciente.
Desde el imaginario que despliega de la Cruz empiezan a articularse otras influencias y mapas genealógicos, otros modos de construir el texto, y aporta en ese ejercicio la poética de la percepción, el dialogismo y la intertextualidad. Su intransigencia lo lleva a crear ―de modo indirecto― lo que se podría considerar como un “manifiesto” para los poetas emergentes. A modo de parodia denomina a uno de sus libros “Poemas regionales” (1987), donde no sólo marca divergencias con las tipificaciones literarias oficiales, sino que, además, amplifica las metodologías de creación y estructuración del texto, usufructuando las propuestas surgidas desde las vanguardias.
La trayectoria de Miguel de la Cruz se inicia con la participación en el grupo “Joven Poesía de La Pampa”, integrado por Teresa Poussif, Pablo Fernández, Teresa Pérez, Ricardo Vaquer, María Victoria Scheuber, entre otros. Es designado así en obvia alusión al colectivo literario más importante que ha tenido nuestra cultura, la “Joven Poesía Pampeana”, nacido bajo el influjo de Rosa Blanca Gigena de Morán.
Fundaciones e influencias
Cuando un autor elige el título para su obra, está optando por una nominación dentro de todas las posibles; por lo tanto, ese título indica algo, señala algo. Ese nombre, que lo va a identificar y diferenciar de los demás que existen, pretende explicar, sintéticamente, lo que comprende ese universo (incompleto), que puede ser un libro (en este caso un libro de poemas), un cuadro, una música, una escultura, una película, etc. Es incompleto porque necesita del otro para consustanciarse y resignificarse, para que se propague su sentido. Alberto Girri lo refiere mejor: “Por qué no admitir que cuando nadie lo está leyendo un poema se borra, en blanco, y cuando de nuevo alguien se asoma a la página, lo escrito habrá retornado.”
“Es lo que no sé” (Cipres Ediciones, Córdoba, 2010), de Miguel de la Cruz, carga con esa particularidad, la del nombre preciso. Sus otros libros han tenido esa impronta siempre, veamos: “Desde la trampa” (1981), “Poemas regionales” (1987), “Guía de ausencia” (1994), “El sendero sin bordes” (2003). Todos son sugerentes y siembran indicios y, a su vez, despiertan nuestra curiosidad; cada uno de ellos tuvo su proceso, tanto subjetivo ―el plano pleno de la creatividad―, como el correlato con el entorno, con la tradición, con la historia misma de la literatura.
“Es lo que no sé”, su título, nos trae una reminiscencia inmediata, más que en su alusión verbal, en la metáfora, en la representación de un instante en que dos modos de “ver” la realidad coinciden y se diferencian tajantemente. Es un momento de quiebre en cuanto a la percepción de las cosas. Un cambio de paradigma. El vínculo es Sócrates. Y ahí están los mitos, el oráculo de Delfos y el nacimiento de la filosofía. Ese “tábano” que recorría Atenas haciendo preguntas explica: “No es la razón lo que dirige al poeta, sino una inspiración natural, un entusiasmo semejante al que transporta a los adivinos y a los que predican el porvenir, todos ellos dicen cosas bellas, pero no comprenden nada de lo que dicen.”
Ese hombre desconfía de los sabios de su época y los pone a prueba a través de la “mayéutica”, una práctica que aplica al alumbramiento del conocimiento; herencia de su madre, la cual era partera. Ha sentenciado el griego: “Sólo sé que no sé nada y esa nada ni siquiera sé que no la sé”. Pero esa nada es, es lo que no se sabe, esa nada está para ser alumbrada, descubierta, quitándole el velo. “Es lo que no sé”, apunta Miguel de la Cruz, muchos siglos después.
Proceso creador
“Es lo que no sé” da en el centro del misterio de la creación poética. El título nos enfrenta a una dualidad, al objeto en sí, el libro (los poemas: “es lo que no sé”), al autor (la subjetividad: “es el que sabe que no sabe pero lo hace”, nos dona el poema, nos habla). Entonces, entremedio, pero siendo una unidad, ambos, el texto (la poesía en sí) y el hacedor trabajando (la hechura del poema). Apelamos otra vez a Girri: “El Hacedor, punto de intersección entre el tiempo y el proceso poético.” El poema es hecho por el poeta, aunque no sepa lo que es, “es lo que no sé”, o al decir de Sócrates, “dice cosas bellas” sin comprenderlas, pero hace, arriesga, se apresta a la parición, a la aparición. Si bien no se resuelve ese enigma ―sino sucedería como con Rimbaud, el abandono de la poesía― se continúa poetizando con una obstinada persistencia. Sin embargo, frente a tal perplejidad que ocasiona el no saber, “Igual él se extrañaba/ que llamando/ a las cosas por su nombre,/ no vinieran a él”, y ese poema, “Solo de dos laúdes”, indaga: “Igual el músico/ seguía en su llamada/ y el laúd de la música/ sonando para nada.”, para cerrar contundente: “Ni el músico sabría/ por qué tocando solo/ se ponía tan lento/ y en ese trance/ tenía que olvidarse/ de ser llamado por su nombre,/ de ser llamado,/ de ser.”
El músico sigue tocando, y el poeta escribiendo, en trance, como el adivino y el predicador de futuro de Sócrates. Es la obra “por-venir”. No obstante “no comprenden nada de lo que dicen”; o sea, ante “Órdenes involuntarias”: “Lo más inter, lo más mí, lo fuer de mi voluntad,/ es la máquina más ajena que conozco./ La gran máquina pequeña o grande/ es libre de hacer lo que no quiero./ Confundirme, perderme, indecirme,/ verbos que la máquina conjuga/ en mi interior involuntario/ para que/ mi más verdad desconocida/ quede al fondo de todas las pausas/ y siempre por decirse/ no se cumpla jamás.” Pero se dice, algo se rescata de eso que se intuye, hay un resabio de lo imaginado que ha quedado patente en el lenguaje, en la hechura del poema.
Temporalidades / Textualidades
La serie de textos de este libro conforman una trama, y esa trama está zurcida con hilos que remiten a la música, a la pintura y a la misma poesía. Esa trama pivotea entre la infancia y la vejez. En ese lapso sucede la vida, se deviene, acontece la escritura, “Y vaivén es palabra que pendula”, por lo tanto se cuenta: “En el bosque del cuento, en la maraña tramada por las palabras que cuentan…”. Aún así, se escribe, “ave que escribe lo que borra”, el poeta discurre “sopesando las palabras”, afina su percepción, emplea el instrumento, sabe, aunque no sepa las razones del artificio, por eso “escribir tus cartas,/ como dicen que queda el numen del pintor/ en sus telas, un aura adicional.”
El poeta, aún en la modernidad, por el modo de ejercer su oficio, hace perdurar la idea de lo artesanal, por lo menos en lo que infiere a la escritura en sí del poema. Olga Orozco, Alejandra Pizarnik o Juan Carlos Bustriazo Ortiz son ejemplos muy claros. Y en ese trabajo artesanal, en la forma en que se construye la obra, palabra a palabra, poema a poema, libro a libro ―más allá de la tecnología que se puede emplear―, se manifiesta cierto ritual; porque la poesía necesita de ese resguardo, la poesía es como una “rueda arcaica” que acumula voces y en esa acción conserva la memoria de los pueblos. Esa tarea, dejando de lado la reproducción técnica, se encuentra impregnada de aura, y como expresa la cita de Saul Bellow al comienzo del libro: “La sensación de que algo es sagrado no tiene precio; pero afirmarlo tiene poco valor”. Pero igual hay que resaltar la sensación de lo sagrado, de lo aurático, porque la poesía fluye en esa dirección. No sé sabe a dónde, no importa, es parte de la aventura de vivir, de escribir. “’Es lo que no sé’, una expresión para lo que no hay respuesta, lo mismo que interrogar a un desierto”, señala Miguel de la Cruz. Otro poeta, Edmond Jabès, escribió: “En el desierto uno se vuelve otro: aquel que conoce el peso del cielo y la sed de la tierra; aquel que ha aprendido a contar con su propia soledad. Lejos de excluirnos, el desierto nos envuelve. Nos volvemos inmensidad de arena al igual que, escribiendo, somos libro.”
Mapa de lecturas
Agreguemos otros indicios, de los tantos que podrían destacarse en este volumen; puede observarse una comunión con lo real en el tratamiento estético de las “cosas en sí”, lo que integra y conforma el mundo. También se articulan las lecturas (Bellow, Darwin, Czeslaw Mislosz, Baudelaire, Eliot, Artaud), la influencia de otras prácticas artísticas que se cuelan en la escritura (la música de Horacio Moscovici o The Beatles; Myrna Báez con su pintura “Ramón”, Rubén Jozami con el detalle intervenido de fotografía de tapa del libro). La utilización de la página en blanco como material fundamental en la creación poética, al modo de Mallarmé, Apollinaire y las vanguardias. Los posibles intertextos, en el poema “Lluvia luminosa” se percibe la correspondencia con la obra “Los muertos están ebrios”, de Lubicz Milosz.
Pero regresemos a la situación inicial, al título ―amparados en las “paradojas que suele desatar el sentido ambiguo de todo lenguaje”―, a su cifra, a su clave, a ese síntoma que se resuelve con la fundación del nombre porque se ha logrado atar lo real, lo simbólico y lo imaginario. Todo eso queda signado en “Es lo que no sé”.
Miguel de la Cruz lo publica, y con ello nos invita a interpretarlo, a que cada uno de nosotros participemos de su experiencia. “Es lo que no sé”, es poesía, y respecto a la poesía se puede decir lo que dice una copla mendocina: “Es un árbol sin hojas que da sombra”, o lo que dice San Juan: “Que es ese no saber sabiendo.” El autor sabe lo que es, aunque titule “Es lo que no sé”. Ustedes lectores, si lo desean, pueden, o podrían, saberlo.
Poema de Miguel de la Cruz
Nido en una máquina
Tres desarmaban una máquina
con tal de apresar el nido que bullía adentro.
Parecían jactarse
de no necesitar leer y escribir
para desmontarla
y llevarse la presa
que nadie podía imaginarse
que estuviera allí,
por leído que fuera.
Y eran tres, como siempre:
un líder, un segundón
y el que está al tanto de la venta de pájaros.
El armazón tenía por todo centro
un corazón ajeno a los hierros cruzados.
Un pájaro cerrado sobre sus críos
había armado un nido de pocas pajas.
El resto eran colillas,
tiras de celofán, estopas,
lo que hay para anidar
en un desarmadero de máquinas.
Justo había salido, como sucede,
y tuvo que presenciar de afuera
cómo invadían su amparo.
Los tres sabían
que el desamparado los estaba mirando,
oyendo como nadie
el cuchicheo alarmante de sus críos,
sin nada a su favor.
Los tres sonaban a herramientas de brutal precisión.
Iban llegando al corazón de su idea fija,
buscando la pieza clave de un destino
que siempre se muestra en un final.
Estarían por palpar el fondo entre blando y hueco,
el único rincón que entibiaba a la máquina, el final vulnerable.
Todavía no, pero en cualquier momento
uno de los tres iba a anunciar: “acá está”.
Y el pájaro, en vuelo corto,
y en zigzag
chistaría,
afónico,
subiendo
y bajando,
clamando por entrar al fondo entrañable.
Todo el vivir
que le había insuflado a la máquina
iba a ser destejido,
así graznara como un cuervo
y arrojara su sombra sobre los tres.
No iba a distraer a ninguno
de su técnica superior
que les daba el saber calcular
cuánto quieren
y pueden conseguir…
“Yo dejo aquí”:
Es lo que siempre termina haciendo un poeta sobre el
final. Es ley que el poema jamás se termine de escribir.
cuando lo que queda por decir es que la luz se está
yendo, el poeta vuelve a vivir en el campo y el resto se
completa solo, casi no hay vibración, se queda sin
palabras lo que fue claridad, como sin pájaros el
anochecer…
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