La luz derramada

La luz derramada

A continuación, un paseo por la poesía del escritor Aníbal Costilla.

 

Cuando te llame

Oh Señor, apaga de mi corazón
esta quemadura.
Que la fuerza de mi espíritu
tuerza el cuello del toro
hasta que su boca gotee a la sombra
el abismo de la sangre.

Ah Silencioso, avanza con tu ejército,
rodea las murallas,
rompe las piedras en las manos del enemigo.

Cuando yo te llame, háblame,
dedícame tus palabras,
olvida todos mis pecados,
haber estado solo
y esperar ver en los otros los caminos
que me llevan hasta mí.

Oh Señor, no maldigas mi raza
si averiguo demasiado,
sólo sé estar en tu silencio,
hundido en preguntas,                                                                                                                                                                    amansado por el freno ardiente,
rota mi boca, rota mi lengua,
ampollada de tanto tironear lo impuro.

Oh Silencioso, ya no preguntaré,
rodearé de miradas la espesura de la sombra,
abriré un camino,
iré esparciendo mis pedazos,
las escamas de la luna
volarán en las crecientes del río,
abriré un camino
hasta el niño que me espera.

Oh Señor, este que ves aquí, arrodillado,
este soy:
golpeo las manos
sobre la corteza del alma.

 

La luz derramada

He visto cómo los grises y los verdes del día
batallaban, encarnizados, debajo del cielo.
La quietud de las noches
restituía las energías; oh el amor y el equilibrio…

He visto la verde espalda del monte
golpeada por la piedra del fuego.
El dolor y su víbora de cenizas
derramaron en los cuencos carcomidos
el fuego que la sangre deshizo.

He visto los ojos azorados del escuerzo
bajo los horcones donde dormía el prójimo,
las manos ampolladas por el trabajo del tiempo,
postrada su esperanza, como un tronco
invadido por gusanos.

He visto la sombra anaranjada de la luna
treparse a los rostros de los cerros
abiertos como acequias, como si volviese de una alucinación
movía las manos a lo lejos, hacía señales de aviones,
humo rectilíneo, y bajaba                                                                                                                                                                    en una cicatriz femenina para teñir el río.

He visto los campos arados, la desprolija
ausencia de árboles, el viento levantó
crines amarillas como lenguas de paja,
los terrones agonizaron
esperando la sed de las semillas
y el cuervo, amargo soñador
de un tribunal de osamentas,
apuntó sus ojos con la atención
de aquel que demora en gatillar.

He visto la putrefacción y el nacimiento
repentinos, la paciencia de la hormiga
arrastrando hojas picadas
para amasar el alimento
antes de la amenaza de las lluvias.

He visto erigirse en medio de la arena
grandes Babeles,

miles y miles de siervos desfilaron
por el borde de las empalizadas,
portaban carteles incendiados, bebés que mordían
la teta de una infancia sin palabras.

He visto al gualo mirar en una sola dirección,
se arrastraba, borraba
sus huellas en la arena.
El puma bebía del tajo de la presa
levantaba sus ojos,
a nadie le agradeció su grito saciado.

He visto el final de la estación
horrorosa,
el cielo se cerró como una inflorescencia
para madurar en su interior
la semilla del nuevo origen,

mi mano hendió el barro que cubría la ponzoña.

Pude seguir mirando, dije,
me amparaba la belleza de los nacimientos,

sin embargo, existen tantas artimañas
para resguardar un corazón.

 

Bebida

Adelante vi a los pájaros ahuyentados de viento,
las nubes golpeaban palmas arriba de mi cabeza,
volaba sobre el ruido. La velocidad me despertó:

cuando bajé la luz era suave y refrescaba
como el agua de las acequias donde bebíamos la siesta,
las manos infantiles ahuecadas, como cascarillas

que la corriente del agua hacía cada vez más transparentes,
raíces móviles subiendo y bajando hasta el ardor de los labios.
Cuando volvía a casa, me toqué la frente: aún estaba vivo.

 

Refucilos

Las flores de ceibo que aferraba en mis manos de niño
vivían en mis ojos y cubrían de sangre la pobreza,
después del aguacero se alzaban flores verdaderas,
asomaban en los techos de chapas
cuando el metal de la siesta bebía en el vientre del sol.
Las flores del yuchán se estrellaban en la arena
y cicatrizaban las heridas de las espinas rotas.

 

Aníbal Costilla nació en El Mojón, Pellegrini, Santiago del Estero, Argentina, en 1.980. Es docente, escritor y editor. Escribe poesía y narrativa. Publicó textos en diarios y revistas nacionales e internacionales. Integra la Antología Federal de Poesía, NOA, Consejo Fed. de Inversiones (2.017). Forma parte de la Antología de Poetas Santiagueños (2.013). Publicó, entre otros, los libros Memoria del canto, Dejarse llevar, Esto parece eterno, La urdimbre del miedo, Última oportunidad + 2 Poemas,  Antología I, Poesía Circular y El paraíso podría esperar. Obtuvo el 1° Premio Nacional de Poesía Inédita Enrique Banchs (Fund. Arg. para la Poesía, 2022). Forma parte del grupo Poesía Circular y de Poetas del Norte Entero.

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