La próxima lluvia

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Tres fragmentos de la última novela del escritor chaqueño Francisco Tete Romero

 

Tu carta y ese perfume vegetal, mamá, me llevan en otro crepúsculo, no naranja ni violáceo sino gris negruzco, lluvioso, a una nueva desventura. Abandono el hotel. El último micro sale a las 23:00. Ítaca es ahora, para mí, definitivamente extranjera.

 

Voy hacia tus últimos vestigios, me dejo guiar por la sospecha de un hilo invisible, un aroma de infancia que parece tramar tu carta con evocaciones de lejanos atardeceres en una terraza del Chaco. Desde allí, brumoso pero persistente Obligado 145, peñasco solitario contra tantos abismos, me mira siempre un niño de siete años. Me mira sin pestañear. ¿Qué me pide ese niño? ¿Qué mensaje estoy grabando allí, treinta y tres años atrás, al hombre que soy?

 

Voy hacia lo que fuera tu última casa, mamá. Pero no lo hago enseguida, avanzo lentamente protegido precariamente por un pequeño paraguas negro, descartable. Me voy demorando en cada esquina, atisbo el río urbano que va dejando y sigue alimentando esta lluvia de ya once días. Camino descalzo, con las botamangas del pantalón arremangadas, con la mochila a la espalda. Deambulo un rato a la deriva atravesando en las veredas una maraña de rostros hostiles y de bocas apenas entreabiertas que maldicen entre dientes a la lluvia y a los indioso mendigos.

No va a parar nunca, cada vez peor, lluvia de mierda, lluvia puta mascullan esas bocas; van a venir, esos van a venir, indios de mierda, roñosos, ¿les viste las caras, te fijaste cómo miran? No sé por qué los dejaron venir. Que se vuelvan a sus taperas. No sé qué carajo quieren.

También maldicen a los cartoneros cuyos carros suben a veces hasta la mitad de las veredas para retirar los restos de papel y cartones que arrojan de sus negocios. Pero no tanto, porque son sus desechos, sus restos los que levantan, porque por lo menos éstos cumplen un servicio y tienen uniforme y no sé lo que haríamos si no vinieran. Eso dicen de los carros oficiales, los que tienen el logo municipal. Los otros carros, los otros cartoneros, “los negros y negras tapes”, los nieris, no pueden transitar y ya casi no se animan a incursionar por el centro.

Escucho la furia ciudadana del microcentro, su viejo renovado racismo, huelo su miedo, delante o detrás de sus bolsas de arena, custodian las trincheras que han podido erigir contra la otra furia, la del agua que estalla de un cielo cada vez más bajo y oscuro. En las calles una caravana de autos y camionetas circulan a paso de hombre. Y sus choferes también maldicen. Las calles del centro comercial de Resistencia huelen a ira y espanto.

Llego a la plaza central y a partir de allí el paisaje es otro. La atravieso desde Frondizi y Juan B. Justo hasta llegar a Mitre y Marcelo T. de Alvear. Está completamente vacía. La breve paz de los olores vegetales que descienden de los árboles se muta luego en un sentimiento por ahora innombrable. Algo como un fuerte desasosiego. Pero no sólo eso.

 

En cuatro esquinas, desde Mitre y M. T. de Alvear hasta Güemes e Irigoyen, cuatro grupos de campesinos, hombres por un lado, niños y mujeres luego, jóvenes por otro y hombres otra vez, siguen clavados en su espera de una respuesta, de una entrevista oficial que según el noticiero local de las 20:00 no llega aún pero no demorará en llegar. Veo moverse entre esos grupos a un hombre de cuerpo macizo y un poco encorvado envuelto en una capa de lluvia de lona verde. Lo veo cruzar la Avenida Sarmiento y avanzar hacia la esquina del correo.

 

Veo otra vez a esos dos jóvenes tobas. No deben tener veinte años todavía. Escriben en las paredes del Correo Central Meguesoxochi. Trazan las letras con pedazos de carbón. Escriben en su lengua qom. Dibujan con sangre, con su sangre, la silueta de un pájaro rojo. No conozco ese pájaro rojo.

 

Desde esas cuatro esquinas también leo las letras de grafitis que se cruzan y yuxtaponen, la mini batalla de las tribus juveniles en aerosoles rojo y negro: “Cojo si me Kerés un rato”, “Mueran los nieriskumvieros”; “Tatuame el korasón con tu esperma”; “kiero alimento blanco”;  “que se vayan todos”, “Pako jerte, comprame un biaje”.

Y escrita a pulso de carbón, solitaria: “Somos Meguesoxochi”.

 

Ahora la lluvia se hace más intensa, arrecia sin pausas. No es torrencial pero lastima porque un viento sureste nos arroja en la cara su cifra invernal. Somos tres únicos transeúntes ascendiendo por Mitre. Pero en cada esquina hay una camioneta cuatro por cuatro de seguridad privada, con tres o cuatro guardias vigilando cada movimiento. Y en cada esquina hay también pequeñas prostitutas que no superan los quince años con sus polleras muy cortas o sus pequeños short, guarecidas bajo paraguas de varios colores. No les faltan clientes.

Al cruzar la Avenida Paraguay sólo yo permanezco en esa calle. Todas las puertas y ventanas de las casas están herméticamente cerradas. Los faros del alumbrado público iluminan penosamente las aguas que corren como río urbano, trazan allí figuras temblorosas, fantasmales. Gruesas gotas de lluvia caen como látigos sobre ellas, las cruzan, mutilan y agitan.

Llego por fin a la última casa que habitaste, mamá, estoy ahí y no sé muy bien qué hacer ni por qué vine. Dudo unos instantes frente a la puerta de entrada. Sé que no puedo demorarme, sé que me estarán vigilando. Pruebo suerte con el picaporte del portón lateral. No está llaveado, sólo tiene puesta una traba. Ingreso rápido a tu casa, mamá, llego por sus bordes, voy orillándola por un pasillo angosto que me lleva hasta una galería techada, iluminada débilmente, y a un patio bastante grande y descuidado.  Dejo caer el paraguas negro, ya completamente inútil.

Me siento cansado, apoyo mi mano derecha en una de las columnas que sostienen el techo de la galería y aspiro con fuerza el aire húmedo y frío que viene de lo que hasta hace poco fuera un jardín. Y entonces el viejo aroma del malvón viene hacia mí, penetra en mis pulmones, me entibia las entrañas, me ilumina por dentro.

Había olores y rincones que extrañabas, la terraza y el malvón, que nunca los volviste a sentir ni a pisar, me habías dicho en el ochenta y nueve. La única terraza que conocí fue la de la calle Obligado, me dijiste en voz baja, como si me confesaras tu más preciado secreto.

Y ahora volvés a mí, mamá, trayéndome ese perfume entrañable. Fumo en tu honor, fumo con vos, con tu recuerdo, como sé que vos lo hubieras hecho en un momento así.

Sólo puedo medir el tiempo que transcurrió así, de ese modo, mi mano derecha sosteniendo mi cuerpo, apoyada en una de las columnas del techo de la galería, a través de lo que puede durar en mis labios y dedos un cigarrillo negro. Duró eso, la efímera vida de un cigarrillo negro, fumado en una noche de lluvia que trae desde tu último jardín –desde una ausencia de veinte años- el viejo aroma del malvón.

Fue suficiente. Me bastó. A veces la vida roza de tal forma la belleza que nos hace olvidar por unos instantes del hueco esencial que llevamos como llaga abierta.

 

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“Fui soldado del ejército paraguayo a los diez años, pero eso no importa. Tampoco importa demasiado contar cómo entré en él ni como él entró en mí. No tuve opción. Tampoco la tuvo el Paraguay que éramos. Sentía terror y temblaba al principio. Mi madre, María Amanda, me dijo al despedirse de mí que me seguiría y se convertiría en mi sombra protectora, que acamparía, como otras madres, cerca de donde anduviéramos y que mi destino era el suyo. Yo ardía de odio cada vez que recordaba que mi padre había muerto por defender su tierra en la batalla de Abaí, el 11 de diciembre de 1868. Más tarde también murieron mis tíos. En el invierno de 1869 yo era el único varón que quedaba en mi familia.

En enero Asunción había sido ocupada, completamente saqueada e incendiada por el enemigo, nuestras mujeres violadas y la población masacrada. De ella sólo quedaban ruinas y miseria. Nuestro ejército ya estaba en retirada. El Mariscal Francisco Solano López no quiso rendirse, rechazó categóricamente las intimaciones extranjeras y los pedidos y consejos de sus camaradas. Prometía continuar luchando hasta el final. A escondidas, no pocos rumoreaban que estaba loco y nos llevaría a todos al suicidio.

Ese fue el fin de nuestra infancia. Como la mayoría de nuestros padres, tíos o hermanos mayores estaban muertos o prisioneros, llegaba así el tiempo en que debíamos dejar de ser niños y luchar junto a las mujeres, nuestras madres y hermanas, en el ejército para seguir resistiendo la inminencia de una derrota que sabíamos ya que significaba nuestra destrucción como pueblo.

Cada vez que vuelvo a este último momento de la batalla de Acosta Ñú, congelado e intacto para siempre en mi memoria, regreso a ese campo grande y me veo y nos veo al borde de ingresar en ese abismo de la verdad de uno mismo que es muy difícil de soportar, porque allí ante lo que es capaz o no de hacer un hombre a otro hombre, cada uno de nosotros encuentra su propia medida, la talla exacta de la que está hecho. Después, si se sobrevive, hay que aprender a vivir con eso que se descubrió.

 

Veo a los niños más grandes entrar en combate, sus rostros crispados, desencajados por una mezcla siniestra de miedo, espanto, súbita furia y valentía. Veo a Ramón, el más alto de nosotros, perder un brazo, a José luchar con bravura contra dos brasileños. Veo miembros arrancados por todas partes, piernas y brazos, de niños que yacen ahora como carne gimiente atrapada en un solo grito que tapa el ruido de los disparos, de los cascos de los caballos, los insultos en portugués y en guaraní.

Veo a los niños más pequeños correr aterrorizados cuando la infantería se lanza sobre nosotros. Veo a Andrés, de seis años, llorar y aferrarse a las piernas de un soldado brasileño rogándole que no lo mate. Veo cómo ese hombre lo degüella. Veo esta escena repetirse y multiplicarse a mi lado e inmovilizarme. Veo a un grupo de madres salir de la selva en la que estaban escondidas siguiendo con angustia indecible el desarrollo de la batalla. Escucho sus gritos desgarrar el aire y extenderse en un tiempo sin tiempo para imponerse a cualquier ruido, a cualquier otro grito. Las veo tomar las lanzas y correr hacia donde estamos nosotros, mirarnos a los ojos, decirnos sin palabras o con ellas que iban a enfrentar a la muerte, putearlos a nuestros enemigos con la lengua que nos enseñaron, comandar con sus cabelleras ahora al viento este ejército de mendigos que se resiste a ser carne de cuervos o esclavos. Veo a mi madre entre ellas, pero no busca comandar ningún ataque. Me busca a mí. Veo cómo los niños más grandes siguen a esas mujeres y se enfrentan con su solo coraje irredento ante lo imposible. Veo de pronto cómo un soldado a caballo está a punto de alcanzarme con su bayoneta, pero no sé cómo mi mamá llega antes con su lanza y se la clava en medio del pecho. Veo cómo se arroja sobre mí, me tumba al suelo que hiede a sangre, bosta y pólvora, me abraza fuerte, segundos antes de que una columna entera de jinetes pase sobre nuestras cabezas.

Cuando la muerte termina de pasar por encima de nosotros, veo que todo está concluido y están haciendo prisioneros a los niños que sobrevivimos. Mi madre me arrastra de un tirón y huimos hacia el interior de la selva. Cae la tarde sobre Acosta Ñu. Las madres que sobreviven y las que siguen saliendo de la selva, tratan ahora de rescatar los cadáveres de sus hijos y socorrer a los sobrevivientes. Entonces descubrimos que en la guerra el mal no tiene ningún límite. El Conde D’eu, príncipe francés, ordena incendiar la maleza “para exterminar de esta tierra maldita hasta el feto del vientre de la mujer paraguaya”. Veo a niños como yo convertidos en llamaradas vivientes correr y lanzar gritos que jamás pensé que podían provenir de persona alguna. Veo sus cadáveres calcinados. Veo arder también a sus madres y veo la mano de mi madre taparme la boca para que el grito de horror que está ascendiendo como fuego líquido por mi garganta se ahogue dentro de mí y se vaya muriendo abriéndome un tajo que me rompe el corazón.

Pero todavía nos estaba reservado un castigo aún más cruel, porque el Conde manda a sus hombres a cercar el hospital de Peribebuy, mantener en su interior a los enfermos, en su mayoría niños y jóvenes, y ordena incendiarlo. Veo a lo lejos el hospital en llamas cercado por los soldados brasileños. Los veo empujar a punta de bayoneta, hacia las llamas, a los pocos enfermos que logran salir del fuego. Escucho sus gritos, escucho los gritos de mis compatriotas cuya carne está ardiendo en este infierno del que mi mamá busca salvarme. Todavía los escucho. Me salva la vida. Ahora que lo pienso mejor, debo escribir que me la vuelve a dar. Después, sólo veo mis pies y sus pies descalzos internándonos en el vientre abovedado de la selva.

Supe después que el general Caballero y los pocos hombres que sobrevivieron con él lograron escapar en medio del fragor del combate, confundidos entre esa maraña de cuerpos y uniformes bañados de sangre.

Supe también, meses después, cuando bajando hacia el sur llegamos con mi madre a las afueras de Asunción, tras recorrer más de setenta kilómetros, que según los aliados y el gobierno títere, de facto, que se había instalado en la que fuera nuestra ciudad capital, en la batalla de Acosta Ñú sólo habíamos sobrevivido setecientos paraguayos mientras el enemigo sólo había sufrido cincuenta bajas.

Vimos de lejos los cadáveres todavía sin sepultar, exhibidos como macabro recuerdo y amenaza. Vimos a los cuervos sobrevolar esas calles y alimentarse de ellos. Vimos a mendigos, mujeres y niños que también parecían cadáveres o que pronto lo serían.

Supe en toda esa travesía tierra adentro lo que no hubiera querido saber jamás, las ejecuciones de más de cuatrocientos paraguayos que el Mariscal López había y estaba ordenando. Lo supimos de bocas angustiadas de mujeres que también escapaban de los restos del ejército que nos quedaba. Escuché que esto sucedía desde los comienzos mismos de la guerra, con el arresto y hasta la muerte de los oficiales que fracasaban en las misiones que se les encomendaban, con la persecución cruenta a ciertos generales y oficiales sospechados de conspiración, con la creciente sospecha que fue incubándose en el alma del Mariscal de que estaba rodeado de traidores, lo que lo llevó incluso a creer que su propia madre y hermanos y su cuñado, ministro de relaciones exteriores, complotaban contra él y a decidir sus arrestos. Supe tiempo después, ya en Argentina, que su madre fue perdonada tras varias semanas de encierro y sus hermanos desterrados. Pero que su otro hermano, Benigno López, junto a su cuñado ministro, su otro cuñado el general Vicente Barrios y muchos otros oficiales y funcionarios fueron ejecutados a fines de 1869. Y en el camino hacia las cordilleras los soldados que aún nos quedaban mataron a más de cien compatriotas, entre ellas las esposas de oficiales de nuestro ejército. Otros tantos, murieron encerrados en nuestras cárceles.

Y supe en todo ese penoso errar con mi madre por selva, ríos, caminos polvorientos y fangosos, lo que es el hambre y la sed, la intemperie ante el sol, la lluvia y la tormenta, pero por sobre todas las cosas supe que la voluntad de mi madre por salvarme era inquebrantable. A los pocos días de nuestra huida de Acosta Ñu, agotado de tanto caminar, con fiebre, hambre y sed, me senté bajo la sombra de un árbol en plena siesta. Vi a mi madre sentarse a mi lado, vi sus pies lastimados, su rostro surcado por arrugas, ajado, pero todavía hermoso a sus treinta años. Vi su cuerpo flaco, pero aún fuerte, vi cómo sacaba sus pechos fuera de la camisa que alguna vez había sido blanca, vi sus pezones hinchados brillando por el resplandor de un rayo de sol que se posó en ellos y vi como tomaba mi cabeza y la inclinaba contra sus pechos llenos de la leche que no había podido darle a mi hermano que había nacido muerto hacía dos meses. Y me vi con la boca y los labios resecos aferrados ahora a los pezones de mi madre buscar desesperadamente la vida que se me estaba escapando. Supe entonces, mientras su leche bajaba por mi garganta, que esa mujer merecía que viviera y me convirtiera en un hombre libre”.

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Siempre llamé abuelo a mi bisabuelo Chigioye, espíritu de monte, un pi’oxonaq, el médico toba milenario, el que cura las afecciones del cuerpo y del espíritu. Pero además un oixiaxaic, el que sabe las palabras para comunicarse con lo sagrado. Nunca le gustó que lo llamaran Luciano. Al imponernos nombre cristiano nos marcaron como a una vaca decía. Vivía en las afueras de Pampa del Indio, a orillas del Guaycurú. Piguennecley, así se llama en nuestra lengua este pueblo, montes de espinallares quiere decir, me dice MapicLavogo ni bien llegamos en un atardecer de sábado de agosto. Los soldados lo llamaban Los Pozos, porque aquí había algunos reservorios antiguos de agua permanente que habían hecho nuestros mayores. Nació como un fortín, en 1907, para tenernos a raya, como decían. MapicLavogo habla como en un susurro y su voz se mezcla con el canto de un pequeño pájaro colorado que no conozco. Nallalaqpi, una perdiz del monte, me aclara con una sonrisa al ver que mis ojos se posan en el follaje de un lapacho colorado florecido.

El abuelo había nacido en Napalpí en 1882, falta apenas una semana para que cumpla cien años. Cuando me ve llegar a su rancho de adobe y paja me muestra una sonrisa serena, me abraza y siento en el contacto estrecho con ese cuerpo ya pequeñito la energía que le conocía de chico y que todavía sigue habitando en él. Me recibe como si yo fuera para él la persona más importante de su vida.

Desde ese atardecer estamos juntos durante siete días. Lo escucho como jamás escuché a nadie. Lo escucho mientras caminamos o comemos o nos sentamos alrededor de la fogata que prepara cuando oscurece y a veces estamos minutos en silencio dejando que nuestros pensamientos naveguen y floten en las aguas del Guaycurú, porque el abuelo dice que las palabras vienen mejor y se eligen mejor cuando dialogamos callados con el río que lleva el nombre de lo que somos, guaycurúes de mucho antes del tiempo de los blancos, tobas, a los que los soldados españoles esos dogshi no pudieron nunca hacernos agachar la cabeza.

MapicLavogo está siempre pero sólo se acerca y se sienta con nosotros en las comidas y ante el fuego que se levanta hasta el amanecer para que el abuelo Chigioye pueda narrarme todo lo que necesito saber para ser un guaycurú, un qom como él, como su padre y el padre de su padre. Cuida que ese fuego no se apague.

Mi abuelo me enseña la lengua de mi pueblo, pero no sólo las palabras, eso sólo no sirve, me dice, porque la palabra sin alma es ruido nomás, ruido sin música porque hay que aprender a mirar cómo mira un guaycurú, un qom, cómo mira la tierra, el cielo, la luna, el sol, las estrellas, el fuego y el agua, a los animales y a los hombres; hay que aprender de dónde venimos, por qué estamos en esta tierra desde mucho antes que aparecieran los dogshi, porque para hablar y entender nuestra lengua hay que vivir como un guaycurú. Escucho sus palabras con la boca abierta y siento que viví hasta ahora una vida falsa.

Aristóbulo dice que las últimas dos noches en que estuvo con su abuelo, aprendió a tocar el n’viké pero antes le enseñó a escuchar, a aprender que el silencio está poblado de sonidos y rumores y de espíritus que ascienden desde lo que no podemos ver ni saber sólo sentir sólo convertirlo en música sólo convertirnos en un instrumento de esos sonidos de esos seres si llevamos dentro lo que un pi’onaxaq o un músico de su pueblo debe llevar dentro suyo.

Recuerdo como si fuera hoy, nos dice Aristóbulo, el fogón encendido de la séptima noche con mi abuelo, a orillas del Guaycurú y a MapicLavogo cocinando un pescado. El abuelo me pide que lo ayude a acercarse a su río porque quiere oír de cerca su rumor. Me va diciendo que el principio de las estaciones anuales empieza con No’omaxa, el solsticio de invierno, cuando sale Chi’ishe, el lucero de la mañana. MapicLavogo le trae su n’viké que lo acompaña hace más de cincuenta años. Lo toma entre sus brazos y me mira y cierra los ojos y su mano izquierda arranca con el pequeño arco, chec’nec, unos sonidos que jamás había escuchado, que jamás volví a escuchar y que lleva a mi corazón roto una paz un sentimiento que me ilumina como un abrazo que me da mi mamá cuando me encuentra perdido a los diez años luego de un día entero buscándome. Cuando abre los ojos y me ve se sonríe y me dice que tengo un buen corazón y que mi nombre en nuestra lengua es Qa’aiguishic, hombre del camino y tu nombre hijo danza en el viento de los caminos porque ahora que estoy sabiendo nuestra historia mi misión es contarla no esconderla más para que el espíritu guaycurú no se apague y siga viviendo ascendiendo desde lo que no vemos ni sabemos ni escuchamos para que llegue ese tiempo que dijo que vendría el Meguesoxochi, nuestro último gran cacique, ese tiempo de cielo con luna hijo en el que otros qom reclamarán la tierra y la libertad nuestra.

Cuando teníamos hambre, cuando todo nuestro mundo se caía y el cielo toba que no veíamos no hallaba a nuestra luna mi mamá me decía ya galopa con su caballo blanco el Meguesoxochi ese que no se rinde ese que lo atrapan una y otra vez y no pueden matar y se les escapa ese mi hijo me decía mi mamá y otras mamás tobas se lo decían a sus hijos ese el último cacique guaycurú que no agacha su cabeza ante los dogshi ese nos va a venir a buscar para que volvamos a nuestra tierra a nuestros montes bajo un cielo brillante de luna toba. Y aquí y allá y más allá del Chaco nuestras gentes decían que veían a unos pájaros que a veces decían que era una perdiz de monte, Na´ llalaqpi, y que eso era una señal buena del Meguesoxochi que estaba bien que estaba vivo y se les había escapado a los militares y pronto vendría a buscarnos para llevarnos con él a nuestras tierras para volver a tomar las lanzas y pelear con él por nuestra libertad o para que escuchemos sus palabras y sepamos qué hacer para no desaparecer de la tierra que había sido nuestra. Y otros decían que lo habían visto cuando empezó a llover luego de una gran sequía que rajaba la tierra en su caballo blanco con una mano en lo alto como saludando y una mujer lo había visto como sombra a él y a su caballo cuando los soldados la perseguían y luego de esa visión dijo que pudo escaparse con sus hijos sin que la vieran los soldados.

Eso me dice mi abuelo que en realidad es mi bisabuelo que le contaban su padre y su madre. Dice eso y se calla y después me toma la mano y me dice que cuando termine la noche se va a morir y que no me apene porque vivió cien años y morirá bien descansará ahora que sabe que uno de los nuestros llevará por los caminos del Chaco la memoria de todo lo que me contó durante siete días.

Me dice eso y me pide que toque para él durante el resto de la noche el n’viké que dice que ahora es mío.

Así lo hago y MapicLavogo se sienta a nuestro lado. Cuando abro los ojos porque MapicLavogo me está tocando los hombros veo que el abuelo Chigioye ya se fue y tiene en su boca una sonrisa serena. Su Guaycurú rumorea suave cuando empieza a salir el sol. Veo el lucero de la mañana y veo a una perdiz cruzar su cuerpo colorado sobre la orilla del río y su canto me llega como una señal del monte. Después de enterrarlo a mi abuelo me despido de MapicLavogo y empiezo a vivir una nueva vida.

 

tete-romero-200916Francisco Tete Romero (Resistencia, 1963). Es escritor, docente y editor, Profesor en Letras egresado de la Facultad de Humanidades de la UNNE, Director de Estudios del Instituto de Educación Superior de la Fundación Mempo Giardinelli y Director del Instituto de Investigación Juan Filloy. Ejerció la docencia en Escuelas Secundarias, en la Facultad de Humanidades UNNE y actualmente en el Instituto de Educación Superior San Fernando Rey. Publicó El regreso del Eternauta (1994), Eclipse de mujer (2006),  Culturicidio. Historia de la Educación Argentina (1966-2004), con ediciones en Venezuela y Cuba (2010), Escribir desde nuestras orillas (2009) y Épica de lo imposible (2010). La próxima lluvia (Mulita, 2016), es su última novela.

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