Los que alcanzan la orilla, de Paula Lapido (fragmento)

La herida es el lugar
por donde la luz entra.
Rumi

Huevo

Mi hermano Paul desapareció el diez de febrero de 2001 en Berlín. Nunca he sabido por qué se fue, tampoco por qué jamás quiso regresar. Con él desapareció el lunar de su mano derecha, que se volvía borroso cuando tocaba el piano. Con el lunar, la niña de los cabellos de lino de Debussy, que tantas veces había escuchado sentada en su regazo de pequeña.
Nunca más volví a verle. Todo lo que sé sobre su desaparición es esto:
Paul llevaba tres días en la ciudad y la tarde antes de su debut con la Filarmónica había participado en el ensayo general. Claudio Abbado declaró a la policía que se le veía cansado pero el ensayo fue bien, incluso le pareció deslumbrante. Un gran pianista, Paul Clément, no ya una promesa sino un valor consolidado, alguien capaz de marcar un nuevo camino en la interpretación. Eso dijo Abbado entonces y yo lo sé porque leí el informe policial decenas de veces, gracias a mi alemán oxidado del instituto. Un segundo violinista recordaba haber hablado con Paul al terminar el ensayo. Le aconsejó dar un paseo por el Tiergarten. Se habían detenido ambos en la puerta de la Philharmonie mientras el violinista fumaba un cigarrillo. Al violinista, Paul le pareció un tipo educado pero tímido, tal vez abrumado por el compromiso, que no era cualquier cosa, ni siquiera para un intérprete curtido ante el público desde unos precoces diez años como Paul. Quizás estaba algo intranquilo. Esa es la palabra, subrayada varias veces en el informe: intranquilo, como si llegase tarde a algún sitio.
Paul regresó caminando al Grand Hyatt, apenas a cinco minutos de la Philarmonie. En la cuenta del servicio de habitaciones quedaron anotados un sándwich de pollo con mostaza y rúcula y una botella de Perrier. Al día siguiente se marchó del hotel hacia las ocho menos cuarto de la mañana. La recepcionista que recogió su llave le dijo a la policía que iba vestido de sport. No se le pasó por la cabeza que no fuese a volver; sabía quién era Paul. Los círculos musicales de la ciudad hervían de expectación ante aquel concierto número tres de Rachmaninov. El joven pianista prodigioso que asombraba al mundo entero a sus veinticinco años, por fin en Berlín con la Filarmónica. Las entradas llevaban meses agotadas.
La recepcionista del Grand Hyatt fue tal vez la última persona que vio a Paul en Berlín o, al menos, la última que pudo reconocerle. Le esperaron en la Philharmonie hasta las siete y cuarto, con la orquesta ya sentada en el escenario, en torno al Steinway&Sons con su banqueta a la altura perfecta, mientras el estricto público berlinés empezaba a agitarse en sus asientos. Llamaron al hotel, a su teléfono móvil. Incluso un botones subió a su habitación, hasta que advirtieron que Paul se había marchado sin la llave. A las siete y veintiuno, Claudio Abbado salió al escenario entre aplausos y pitadas. No llevaba batuta. Se encaramó al podio y se volvió hacia el público. A pesar de que la voz ya le flaqueaba por la enfermedad, habló alto y claro: se cancelaba el concierto por indisposición del pianista. Pidió disculpas con sus modales exquisitos y se retiró del escenario. La orquesta salió tras él, ordenada, marcial, ninguna emoción en sus rostros. Yo no estaba allí pero así es como fue.
La policía registró la habitación del hotel en busca de pistas. Ningún forcejeo ni desorden. En el armario, dentro de una funda de viaje, estaba el esmoquin hecho a medida con la camisa negra. La partitura del tercer concierto para piano de Sergei Rachmaninov sobre la mesilla, anotada hasta los márgenes. Los movimientos de su tarjeta de crédito revelaron que el viernes por la noche Paul había comprado un billete de avión a Viena para el día siguiente a las 9:50. Pero tampoco estaba en Viena, Paul, en su apartamento del barrio de los museos, en el que faltaban ropa y objetos personales y muchas obras de arte aunque no podía, de ninguna manera, hablarse de robo, ni de secuestro.
La noticia se filtró a los periódicos la misma noche del concierto, cuando un reportero vio los coches de policía frente al Grand Hyatt. A la mañana siguiente encabezaba buena parte de los medios alemanes y casi todos los franceses. Recibí una llamada de papá en la residencia de New Cross. Volé de Londres a Berlín y después papá y yo volamos a Viena. Así es como supe que mi hermano había desaparecido.
Nadie vio a Paul después de la mañana del diez de febrero de 2001. Nadie dijo haberle visto nunca más en once años y medio, hasta que el dieciocho de julio recibí una llamada de un número desconocido y una voz masculina que jamás había escuchado pronunció estas palabras:
—Paul ha muerto.

Larva

Viajé durante veintitrés horas para llegar a Montmerny, el pequeño pueblo provenzal con casas de piedra dorada, rodeado de campos de lavanda. Una postal de cielo azul sobresaturado en el escaparate de una tienda de souvenirs, entre jabones de Marsella y cuencos de cerámica. Ninguno de los lugares que se me habían pasado por la cabeza en once años y medio, sino Montmerny.
El tren llegó a las tres de la tarde, un regional con asientos de plástico y sin aire acondicionado que se deslizaba por la vía con su traqueteo de canícula, atravesando el Luberon hacia el norte desde Marsella, sorteando a su camino otros villages perchés rodeados de campos de lavanda a medio cosechar a finales de julio. La mayoría de los pasajeros se habían bajado en Digne-les-bains, penúltima parada del trayecto. Tal vez fuese yo la única en aventurarme hasta aquel lugar perdido al extremo de los Alpes de Haute Provence. Había un reloj de agujas en el andén; una esfera enorme con el cristal rajado, amarillenta de vejez, que colgaba con precariedad del tejadillo metálico. El motor del tren se detuvo y poco a poco un calor sofocante empezó a apoderarse de los vagones como una marea que avanza siempre hacia delante, cubriéndolo todo: árboles, casas, coches. Mantuve la espalda sudada contra el respaldo de plástico y la vista fija en el andén más allá del tenue reflejo de mi cara en el cristal. Al otro lado ya no quedaba nadie salvo el bochorno, mi verdadero anfitrión. Esto era Montmerny, el lugar en el que después de once años y medio iba a reencontrarme con mi hermano.
El pavimento estaba salpicado de manchas verdes que se movían muy rápido. En las veintitrés horas de viaje desde Calabria no había comido más que una bolsa de patatas y un café soluble. Había sido en el hotel de Fiumicino en el que pasé la noche antes de coger el vuelo a Marsella. Snacks del minibar y una interminable llamada de Max que, como no lograba convencerme para dormir, me había abrumado a chistes guarros e historias ridículas de su adolescencia que ya había escuchado mil veces, cuando lo único que yo quería hacer era caminar por la habitación, por el pasillo, por el lobby del hotel, por la calle desierta. Pensé por un momento que las manchas en la plataforma eran un síntoma de mareo, una alucinación provocada por el agotamiento, pero al apagarse el motor del tren algo más que el bochorno había empezado a entrar en los vagones. Las manchas correteaban ahora por el suelo de linóleo y a cada instante me parecía que alguna de ellas saltaba al aire. Las intuía abalanzarse hacia las ventanillas en un vuelo rápido y casi inaudible que nunca llegaba a tocarme. Cada vez que pensaba que una iba a chocar contra mí, cerraba los ojos y me protegía los pechos con los brazos como si alguien quisiera asaltarme. No quería pensar en las manchas verdes ni en el calor angustioso que lo envolvía todo, ni en Paul despeñándose con su coche por un barranco hasta quedar enterrado entre campos de lavanda. Con los párpados apretados podía no ver nada más, no sentir nada, ni siquiera esa gruesa rabia que me daba ganas de gritar hasta quedarme afónica.
—¿Giulia Clément?
Al volverme hacia la puerta vi al hombre más guapo que me he encontrado nunca. Moreno, con camisa azul claro y pantalones camel, lucía impoluto, nuevo: un actor de Hollywood. Asentí sin despegar los labios, sin atreverme del todo a mirarle fijamente. Él me tendió la mano. De pronto era real, de carne y hueso, como yo misma.
—Soy Lorenzo Brossard.
Reconocí su voz ahora, de cerca. La había escuchado por primera vez hacía dos días, con el móvil sujeto entre el hombro izquierdo y la oreja, mientras revisaba en el visor de mi DS3 la foto de un plato de carpaccio aderezado con mermelada de piña. La mermelada estaba extendida formando una celosía sobre la carne, cuyas lonchas eran tan finas y transparentes que debajo de ellas se intuía la loza blanca. Sonaba la voz de Lorenzo al teléfono pronunciando el nombre de Paul y yo examinaba la curva del histograma y el cocinero calabrés con su recién estrenada estrella Michelin pulía su pose para las fotos.
—Paul ha muerto.
Los ojos se me habían quedado congelados en el histograma hasta que Robert me tocó el brazo. Con la sorpresa, el teléfono resbaló al suelo. Solo se rompió la carcasa de plástico por una esquina.
—Siento lo de los escarabajos. Estamos sufriendo una… plaga, pero no son peligrosos.
Más de once años y, de pronto, este lugar pegajoso e invadido por los insectos. Di manotazos al aire. No imaginaba qué podía haber venido Paul a hacer aquí. Un escarabajo correteó entre mis pies. Al apartarlos me mordí la lengua.
—Me he tomado la libertad de reservarte una habitación en un hotel rural a las afueras del pueblo. Puedes quedarte todo el tiempo que quieras.
No tenía intención de quedarme allí de ninguna manera pero contuve la réplica. Dejé que Lorenzo bajara al andén las bolsas más pesadas de mi equipaje y aguanté sentada todo el tiempo que pude, tratando de ignorar a los escarabajos que correteaban a mi alrededor mientras el sudor me resbalaba por el cuello y pegaba mi espalda al asiento de plástico. Tal vez, si me quedaba quieta, los escarabajos me confundirían con el tren. Tal vez así no tendría interés para ellos.
Cuando mi equipaje estuvo en la plataforma, Lorenzo volvió a subir al vagón. Había tierra en las puntas de sus mocasines azul marino, una tierra del mismo color dorado del edificio de la estación y de los otros villages perchés que había visto de camino, pasado Manosque. Debía rondar los treinta y pocos, tal vez fuésemos de la misma edad.
—¿Vamos?
Al poner el pie en el pavimento escuché un crujido. Como darle un mordisco a una patata frita. Una sensación de asco visceral se instaló en mi estómago y contuve la náusea tragando saliva a golpes. Los escarabajos corrían entre los pies de Lorenzo, tan rápido que era difícil seguir su trayectoria. Como si no pudiesen tocarle. Evité comprobar si yo dejaba atrás a un insecto aplastado. Tenía suficiente con los que volaban a mi alrededor, con el sol de las tres de la tarde, con la idea insistente de que estaba en un lugar que hasta dos días antes no había existido. Los músculos de mi garganta se contrajeron una y otra vez para empujar hacia abajo la bilis y todo lo demás que pugnaba por salir, una sacudida que empezaba en el vello erizado de mis brazos y el sudor que se me enfriaba en la nuca.
Pero, no, no empezaba ahí, sino mucho antes, en otro lugar y otra época. Yo tenía el pelo largo y me gustaba sentarme en las rodillas de Paul, que me llevaba tres años y se pasaba horas tocando el piano e ignoraba las llamadas para comer, los deberes, las reprimendas de nuestro padre. Eran el Parc Monceau y la casa de la calle Médéric y la habitación insonorizada en la que Paul se encerraba a diario para estudiar a Chopin, Beethoven o Debussy en el Petrof de media cola que había sido de nuestra madre. Eran mis collages infantiles en páginas de cuaderno, las primeras acuarelas y los veranos en Saint Malo. Éramos Paul y yo en una fotografía enmarcada en plata en el recibidor de nuestra casa, ambos vestidos con los abrigos del colegio y cada uno con un gorro de lana granate calado hasta los ojos. A los diez años, Paul me sacaba más de una cabeza y miraba a la cámara con la suficiencia de un adulto. Aquel había sido el principio de este viaje.
Metimos mis cosas en el maletero del coche de Lorenzo, un Porsche Cayenne azul oscuro con asientos de cuero crema. Los bajos del coche también estaban manchados de tierra dorada, seca; se desprendía con solo rozarla. Ocupé la plaza del copiloto y me abroché el cinturón de seguridad. No moverme para que, con suerte, nada más se moviese. Tampoco los pequeños espasmos, trompicones, los saltos al aire entre una maraña de manchas que corrían por el suelo y sobre el capó del coche. Expulsé todo el aire que tenía en los pulmones y cogí más. Me descendió por la garganta, caliente. En el parabrisas se había posado un escarabajo. Era verde metálico y tenía las patas largas y finas igual que agujas. Apenas más grande que una falange de mis dedos, sus mandíbulas se abrían en forma de tenazas, como si la presa estuviese al caer. A pesar de que no quería mirarlos, los miraba sin parpadear. Como si yo misma los hubiese traído desde Calabria, en el avión a Marsella y después en el tren, una nube de insectos empujándome hacia Montmerny, todos en busca de Paul.
Después de lo que me pareció una eternidad, Lorenzo subió al coche y el aire acondicionado empezó a funcionar con un ronroneo quedo. La carretera abandonaba la estación a las afueras del pueblo y ascendía en zigzag por la ladera de la montaña, salpicada de casas de piedra dorada como la tierra en los mocasines de Lorenzo. Al fondo, la torre del castillo era poco más que un pináculo en ruinas. Dorado y lavanda, los dos colores que lo intoxicaban todo. El año anterior, al recibir la última postal, había creído que Paul estaba en Budapest pero, ¿Montmerny? ¿Por qué?
—A Paul le gusta conducir por esta carretera. Tiene las mejores vistas de la comarca.
La segunda vez que habíamos hablado por teléfono, Lorenzo me había dictado el número del tren que tenía que coger en Marsella. Todo lo demás había quedado implícito, un silencio espeso aunque breve, una o dos frases sin decir pero que ambos o, al menos yo, escuchamos claramente, hasta que pasó a hablarme de los horarios. Hasta que acordamos que vendría a recogerme a la estación. Me pareció notar alivio en su voz cuando le dije que no podría alquilar un coche porque no sabía conducir.
—¿Cómo me encontraste?
—Paul me ha hablado de ti. Y, bueno, Internet ayuda.
Lorenzo aprovechó un stop para volverse hacia mí.
—Te pareces muchísimo a él.
Qué ridículo. Paul y yo no nos parecíamos. Ni en la estatura, ni en el color del pelo, ni siquiera en el de los ojos. Paul sabía mover las orejas. Podía hacer el pino sin apoyarse en la pared. Había sido un niño prodigio, un pianista virtuoso que a los once años ya tocaba los estudios más difíciles de Chopin y la Appasionata de Beethoven. Paul era un hijo de puta que nos había abandonado, a papá y a mí y a todos. Yo había intentado ser pintora y ahora sacaba fotos para una revista gastronómica. No, no nos parecíamos.
No pasaba ningún vehículo pero seguimos allí parados. Lorenzo se revolvió dentro del cinturón de seguridad. ¿Paul le había hablado de mí? Paul le había dicho que tenía una hermana, yo misma, que llevaba años sin decirle a nadie que tenía un hermano desaparecido. Sus dedos se cerraron en torno al volante del Cayenne como si tuviera miedo de que se le escapase. Todos los gestos fueron registrados pero solo me di cuenta de a qué se referían cuando, después de un carraspeo, dejó caer una frase más incompleta y más redonda que ninguna de las anteriores:
—Verás, Giulia, Paul y yo…
El aire acondicionado me resultó de pronto insuficiente. Las manos de Lorenzo eran delicadas, la piel fina con un rastro de vello moreno en el dorso, la manicura perfecta. Paul y yo. Qué extraño, qué fuera de tiempo después de casi doce años de ausencia y de muchos más, antes, de esquivar preguntas y cambiar de tema, de suponer. Siempre lo había sabido aunque Paul nunca me lo dijo. Solo hubo, una única vez, una imagen que no estaba hecha para que yo la viese. Miré a Lorenzo bajo una nueva lupa gigantesca que trataba de descubrir lo que había tras sus atractivos rasgos de playboy provenzal. Él se dio cuenta.
—El comisario de Digne-les-bains querrá hablar contigo. Nada demasiado largo, espero, solo algunos trámites. Cuando te hayas instalado.
Había una gran entereza en su voz, la misma que había escuchado al teléfono dos días antes, como si todo lo que pudiera sentir acerca de la muerte de Paul hubiera quedado encerrado bajo llave y no lo hubiera traído consigo a la estación. Conducía demasiado despacio. Me pregunté si pasaríamos por el lugar del accidente pero no me atreví a decirlo en voz alta. Nos detuvimos en un ceda el paso que indicaba recto hacia el centro del pueblo. Giramos a la izquierda. Algunas casas de piedra asomaban a un lado y otro de la carretera, entre los árboles y, tras ellas, la torre incompleta, rota, del castillo. No había nadie por la calle.
Abandonamos la carretera en la entrada a una finca: Chez Flora, ponía en el letrero colgado de una columna de piedra. El edificio principal era una villa de dos pisos con un bonito porche en forma de arcada. Lorenzo bajó del Cayenne y empezó a descargar el maletero. Avisté piedras oscuras en la grava del suelo; podían ser escarabajos o imaginaciones mías. Los insectos, el calor y Paul eran la misma cosa, indivisibles y latentes, en todas partes, a nuestro alrededor. Deseaba mojarme la cara con agua fría pero llevaba dos días diciéndomelo: no había nada de lo que despertar.
Al salir del coche agradecí en silencio que no hubiera crujidos, solo el rumor de la gravilla al ser pisada, solo la bocanada de aire tórrido al respirar. De momento. Hasta entonces todas las frases de Lorenzo habían hablado de Paul en presente, como si eso sirviese, qué ingenuo, para conjurarle de vuelta, si existía un lugar del que volver. Si es que Paul podría haber tenido el deseo de regresar o, por qué no, siempre lo había hecho así, si habría preferido no mirar atrás aunque le estuviesen llamando a gritos.
—En esta zona hay menos escarabajos, está algo más lejos de los cultivos.
De pie en el porche, con las manos en los bolsillos de sus pantalones camel, Lorenzo tenía ese aire glamuroso, demasiado perfecto, de los galanes del cine en blanco y negro, aunque viviese en un pueblo perdido en un extremo de la Provenza. Busqué algo de Paul en él como si, después de su tiempo corto o largo juntos, qué sabía yo, le hubiera dejado su impronta. Porque Paul dejaba impronta en todos; él era muy consciente de ello. Me pregunté si Lorenzo, al mirarme, buscaría en mí algo reconocible que no tuviera que ver con el parecido físico que tan equivocadamente me otorgaba, una marca especial por ser la hermana de Paul. Me pregunté si existía tal marca, ahora, después de más de once años de ausencia. Si alguna vez había existido.
—Me dan asco los insectos.
Asintió. No me sorprendía que Paul se hubiera fijado en él. Le gustaba todo lo bello.
En la recepción nos esperaba una mujer de unos sesenta y tantos con los dientes inmaculados y el pelo tan negro que debía ser teñido. Lorenzo y ella hablaron en italiano mientras sonaba el tintineo de las llaves. Me tendió un llavero de madera con el número 103. Al sonreír se le marcaron en torno a los ojos oscuros unas arrugas profundas, como grietas en un óleo viejo.
—Digne-les-bains está a cuarenta kilómetros. Tengo que atender un asunto pero vendré a recogerte dentro de una hora.
Lorenzo no usó la expresión “depósito de cadáveres”, aunque entendí de qué estaba hablando. No me preguntó si quería ver a Paul. Yo tampoco me lo había preguntado hasta entonces.
Las cámaras, los objetivos, los trípodes, el portátil y el pequeño trolley con mi ropa, casi toda sucia de los días de trabajo en Calabria, quedaron amontonados en una esquina de mi habitación. Ni siquiera había tenido tiempo de procesar las fotos; las de la última sesión seguían en la tarjeta de la cámara, imágenes de lo que el propio chef había calificado como “lírica de alimentos”. Las fotos tendrían que esperar, y también mi editor en Londres y el reportaje de la Gourmet World Review sobre la nueva estrella Michelin del famoso cocinero italiano. Esperar, todos, a Paul. A él le habría gustado esa idea.
Me senté en la cama. Ninguna mancha verde correteaba por el suelo tostado de gres, ni sobre los muebles rústicos lacados en blanco, ni se veían escarabajos desde la ventana que daba al aparcamiento y, más allá, al pueblo en lo alto de la colina. Nada que se moviese, ni dentro ni fuera, en la miríada de casitas con balcons de forja salpicadas entre árboles. Todo tan silencioso que parecía un decorado. Inmóvil y silencioso Montmerny, tostándose al sol con sus ruinas doradas en lo alto. La Blackberry emitió un pitido agónico. Apenas le quedaba batería. Rebusqué en el equipaje hasta dar con el cargador y por un momento pensé en no conectarlo. Los que sabían que estaba en Montmerny sabían también a qué había venido y los demás, qué importaba. Pero terminé por enchufarlo a la corriente y la pantalla verdosa se iluminó. Ocho mensajes de texto. Tres llamadas perdidas. Una de Robert y dos de Max. Me quité la camiseta sudada y me tumbé boca arriba en la cama con el teléfono junto a la oreja. El techo era blanco, liso. Un lienzo a estrenar. En la habitación hacía el mismo calor pegajoso de la calle y ninguna máquina de aire acondicionado que pudiese aliviarlo.
—¿Ya has llegado? ¿Cómo se llama el sitio?
Max, a pesar de que llevaba más de veinte años viviendo en Inglaterra, nunca se había librado del todo de su denso acento ucraniano.
—Montmerny. Hay escarabajos por todas partes.
—¿Escarabajos?
—Una plaga. Me lo ha dicho el novio de Paul.
La carcajada de Max llenó la habitación.
—Parece un modelo: guapo y rico. Hasta tiene un Cayenne.
—¡Qué cabrón, tu hermanito!
—Dentro de una hora me lleva al depósito.
—Cuanto antes, mejor.
Rodé en la cama hasta apoyar la cabeza sobre el teléfono. El cable del cargador se estiró peligrosamente pero no llegó a soltarse.
—No sé, Max.
—Yo sí lo sé. Te quitas esta mierda de encima y vuelves a Londres. Quiero a la mejor fotógrafa para el día de la inauguración. Esa eres tú.
—No sé si quiero ver a Paul.
—No vas a ver a Paul. Una carcasa no es un hermano.
De fondo, tras la voz grave de Max, sonaban golpes de martillo y voces. Una carcasa no es un hermano. Once postales no son un hermano. Una portada de periódico no es un hermano.
—¿Cómo va la instalación?
Max gruñó.
—Mal. No me gusta la luz, no me gusta la música. El director de la galería es gilipollas. Te necesito, Giulia. El jueves va a ser un fiasco.
Bramó lejos del altavoz, algo sobre los paneles. El teléfono me hacía sudar la oreja.
—Ya la están jodiendo otra vez. Te llamo luego.
Seguí con la cabeza sobre el móvil después de que Max colgase. De pronto sentía una pesadez incontrolable en los párpados. Me dejé caer poco a poco en un sopor denso, resbaladizo. En el sopor estaba Max vociferando en su cockney con acento ucraniano, tan rápido que no conseguía entenderle. Le gritaba al sonriente cocinero calabrés, que llevaba la estrella Michelin prendida en el hombro izquierdo como una condecoración gigantesca. También estaba Robert con la grabadora en una mano y en la otra un tenedor con el que pinchaba carpaccio de un plato sobre un pedestal junto al que Lorenzo, vestido solo con un escueto bañador, se embadurnaba de crema solar el pecho depilado. Todo estaba invadido por los escarabajos, cientos de escarabajos por todas partes, corriendo de un lado a otro tan rápido que parecían una enorme mancha verde. Sonaba música, no era un piano sino algún grupo indie versionando una de Queen. This is our last dance. This is ourselves. No había ni rastro de Paul.
Solo me di cuenta de que me había adormecido cuando oí que llamaban a la puerta desde muy lejos, como desde otra vida.

*****

Le lanzo a Max una camiseta de las que he elegido para el viaje a Budapest, enrollada como un tubo. Él deja que le caiga en la cabeza sin esquivarla
—¿A qué hora sales mañana? ¿Gatwick?
—Sí, a las 8:45. Me toca madrugar.
—A ti te encanta madrugar.
—Idiota.
—Dicen que en Budapest hay mucho ambiente.
—No creo que nos dé tiempo de comprobarlo. Tenemos dos días y medio para hacer el reportaje y Robert quiere conocer a los padres de su chica.
—¿Tú también quieres conocer a los padres?
—Ja, ja.
—Por cierto, he recogido el paquete de París.
—¿Algo sobre el impuesto del ayuntamiento?
Max enrolla la camiseta sobre la cama y me la tiende de vuelta. Su mirada fija, desvergonzada como siempre en medio del rostro barbudo. No me gusta su barba morena, fosca y salpicada de canas pero se niega a afeitársela y con los años no me ha quedado más remedio que aceptar que la lleve.
—Nada, hay otra cosa. Iba a dártela a tu vuelta pero es mejor que la veas ahora.
Extiende el brazo. Una postal. No sé dónde la tenía escondida. El parlamento húngaro a orillas del Danubio. Una imagen nocturna en la que las luces amarillas del edificio se reflejan en el agua. El cielo y el río son de color añil y el parlamento parece un alfiletero apuntando hacia el firmamento. Tardo mucho rato en darle la vuelta. Max se escabulle y me deja de pie en el dormitorio con la maleta abierta en el suelo, la postal en una mano y tres bragas en la otra. Puede ser un error. Alguien quería enviar una postal desde Budapest y ha puesto una dirección equivocada. ¿Cuántas veces ha pasado eso? Tiene que haber una estadística en alguna parte. Seguro que ni siquiera va dirigida a mí, sino a otra persona que tal vez viva en el mismo edificio. El piso lleva vacío casi siete años y la imposibilidad de venderlo por la ausencia de Paul y el testamento de papá sin ejecutar causa todo tipo de inconvenientes y confusiones. Calle Médéric 17, primero A, en lugar de tercero. No sería la primera vez. Además, Max es muy despistado para cualquier cosa que no tenga que ver con sus esculturas. Incluso olvida sacar la ropa húmeda de la lavadora durante días. No se habrá dado cuenta de que es un error. El año pasado fue Pukhet, poco más para las antípodas. Hay tanto que ver en el Oriente lejano. Budapest, comparada con las playas tailandesas, es una vulgaridad occidental. Paul ha tocado en Budapest al menos una docena de veces, mejor se perdería en Angkor, Hong Kong, o en la Gran Barrera de coral. Esta postal del parlamento húngaro, tan escandalosamente cerca por primera vez, carece por completo de sentido y, por lo tanto, solo puede ser una equivocación. El vuelo sale temprano mañana y Gatwick estará, como siempre, hecho un hervidero. Una equivocación. Solo cuando consigo que el espejismo se haga casi auténtico le doy la vuelta a la tarjeta. Mi nombre está escrito en el destinatario con las letras mayúsculas que conozco de sobra: Giulia Clément. Calle Médéric 17, tercero A. El matasellos tiene fecha de hace dos semanas. Me faltan menos de veinticuatro horas para volar a Budapest. Me falta la fuerza en las piernas. Me falta el aire.
Merece la pena el paseo en barco por el Danubio. El goulash lo hacen mejor en Rumanía.
Paul.
En un arranque de autocontrol, consigo dejar la postal sobre la mesilla de noche, le doy la espalda y vuelvo a la maleta. Las dobleces de las camisetas tienen que ser perfectas. Las bragas en los huecos sobrantes entre la ropa y los zapatos, sin olvidar el neceser de viaje y un pijama de verano. Termino la maleta y vuelvo a sacar toda la ropa y la cambio de sitio y dejo unas camisetas para coger otras, cuatro, cinco veces, ninguna me gusta, ninguna me parece bien para Budapest en agosto. La maleta se queda abierta y voy al salón a revisar el equipo fotográfico. Saco todos los objetivos, los cuerpos de las cámaras, reorganizo los compartimentos de la bolsa y los limpio a fondo hasta que no queda ni una partícula de polvo. Dos estrellas Michelin, el restaurante lo merece y yo soy una profesional. Pruebo todas las cremalleras, verifico que cada una de las tarjetas de memoria funciona y está formateada. Las pilas, los dos trípodes, el deflector y los filtros. Son casi las once de la noche cuando Max reaparece con un trozo de pizza.
—Ya está bien, Giul. Es imposible limpiarlo más.
—El macro tiene motas de polvo.
—Para un poco y come algo.
Max me coge de la muñeca y me obliga a volverme hacia él. Por un momento su cara me parece borrosa. Se me pone la carne de gallina cuando me acaricia el brazo. Dejo el macro en la bolsa. Pizza de carne y cebolla, nuestra favorita. Max se sienta en el suelo a mi lado con su propia porción y ambos comemos en silencio. Él le da la espalda al dormitorio, a la puerta abierta, a la mesilla de noche sobre la que está la postal de Budapest. He metido cuatro camisetas, quizá sería bueno añadir alguna de tirantes. Una chaqueta fina. Hace calor en Budapest, más que en Londres. Tengo que rehacer la maleta otra vez.
El último bocado de la pizza, el borde crujiente que tanto me gusta, se me atraganta. Hago porque pase bebiendo cerveza pero se me ha quedado a medio camino, una bola que ni sube, ni baja. Max me palmea la espalda. Noto bilis en la boca. Corro al baño.
Una vez que echo la pizza, las bilis siguen saliendo, a borbotones, en arcadas que me sacuden todo el cuerpo como si alguien me zarandease. Max me obliga a meterme en la cama pero, incluso debajo de la sábana, los escalofríos me recorren como una crisis de epilepsia. Cada vez que vuelvo la cabeza hacia la mesilla, el parlamento de Budapest me lanza un picotazo con sus agujas, que parecen salirse del papel satinado de la postal y clavarse en el techo del dormitorio.
—Voy a tomarte la fiebre. Estás ardiendo.
Me parece que Max tarda muchísimo en volver con el termómetro y que las agujas del parlamento se me meten en los ojos, en la garganta, por debajo de las uñas de manos y pies.
—Joder, Giulia, tienes cuarenta. Nos vamos al hospital ya.
La ropa que Max me echa encima está tan fría, a pesar de que estamos en agosto, igual que el asiento de atrás del taxi y las sillas de plástico de la sala de espera de urgencias del hospital de Lambeth. La cabeza apenas se me sostiene y son las agujas, heladas como si fuesen de hielo, las que me pinchan en las articulaciones y los oídos.
—No vas a ir a Budapest. Llamaré a Robert.
La voz de Max me llega desde muy lejos aunque, cuando consigo mantener los ojos abiertos, todas las formas me parecen tan afiladas, las voces estridentes, las distancias inabarcables. El termómetro en la axila me quema de frío. La enfermera me sujeta el brazo, ella también está fría. Max está frío, soy yo la que acumula todo el calor. Fría la camilla, frías las manos del médico, los dedos como agujas. Y la voz de Max, de nuevo por encima de todas, mientras la luz empieza a entrar por las ventanas de la habitación.
—Hijo de puta. Maldito Paul hijo de puta.

Paula Lapido es una escritora española nacida en Madrid en 1975.
Su libro de relatos “Teoría del todo” fue finalista en el Premio Setenil a la mejor colección de cuentos publicada en 2010. Su novela “Los que alcanzan la orilla” recibió el Premio Kutxa Ciudad de Irun en su categoría de novela en castellano en septiembre de 2019.

Dejá tu comentario.