“Temblor de cielo”, de Vicente Huidobro

huidobro

 

Compartimos algunos fragmentos de Temblor de cielo, ese gran libro que Vicente Huidobro escribió en 1931, con palabras preliminares del poeta Oscar Hahn.

 

Acerca de Temblor de cielo

Por Oscar Hahn

En Temblor de cielo hay dos personajes: el amante, que es el sujeto lírico del texto, y la amada, que lleva el nombre de Isolda, como la protagonista de la ópera de Wagner. Sin embargo, no veo una presencia significativa de Tristán e Isolda en el texto de Huidobro. Hay dos o tres referencias como al desgaire, pero eso es todo. Además, la Isolda del poeta no tiene nada que ver con el personaje femenino de la ópera. Lo que me parece comprensible, porque no creo que el propósito de Huidobro fuera replicar la Isolda wagneriana. Es indudable que su motivación fue un hecho muy concreto: la conducta infiel de Tristán y de Isolda. Se sabía además que el compositor alemán se había inspirado en el adulterio que él mismo vivió con Matilde Wesendonck. Cuando Huidobro asistió a la representación de la ópera en París en 1928, estaba acompañado por su joven esposa Ximena Amunátegui, que había sido su amante cuando Huidobro aún estaba casado con Manuela Portales Bello. El poeta tiene que haberse sentido identificado con el conflicto y con los personajes. No obstante, nunca va al fondo del pathos wagneriano. Dice Wagner en su libro Mi vida: “El estado de ánimo en el que me había sumido la lectura de Schopenhauer fue la causa de que ambicionara una expresión estética para manifestar mis sentimientos. Así concebí mi poema Tristán e Isolda”. En el de Huidobro no hay huella alguna ni de Schopenhauer ni de esa expresión estética. Cierto, la “anécdota” de la ópera fue un punto de partida, pero es claro que después tomó un camino propio.

 

Temblor de cielo (fragmentos)

 

Ante todo hay que saber cuántas veces debemos abandonar nuestra novia y huir de sexo en sexo hasta el fin de la tierra.

Allí, en donde el vacío pasa su arco de violín sobre el horizonte y el hombre se transforma en pájaro y el ángel, en piedra preciosa.

El padre eterno está fabricando tinieblas en su laboratorio y trabaja para volver sordos a los ciegos. Tiene un ojo en la mano y no sabe a quién ponérselo. Y en un bocal tiene una oreja en cópula con otro ojo.

Estamos lejos, en el fin de los fines, en donde un hombre, colgando por los pies de una estrella, se balancea en el espacio con la cabeza hacia abajo. El viento que dobla los árboles, agita sus cabellos dulcemente.

Los arroyos voladores se posan en las selvas nuevas, donde los pájaros maldicen el amanecer de tanta flor inútil. Con cuánta razón ellos insultan las palpitaciones de esas cosas oscuras.

Si se tratara solamente de degollar al capitán de las flores y hacerle sangrar el corazón del sentimiento superfluo, el corazón lleno de secretos y trozos de universo.

La boca de un hombre amado sobre un tambor.

Los senos de la niña inolvidable, clavados en el mismo árbol donde los picotean los ruiseñores.

Y la estatua del héroe en el polo.

Destruirlo todo, todo, a bala y cuchillo.

Los ídolos se baten bajo el agua.

–Isolda, Isolda. Cuántos kilómetros nos separan, cuántos sexos entre tú y yo.

Tú sabes bien que Dios arranca los ojos de las flores, pues su manía es la ceguera.

Y transforma el espíritu en un paquete de plumas y transforma las noches sentadas sobre rosas en serpientes de pianola, en serpientes hermanas de la flauta, de la misma flauta que se besa en las noches de nieve y que las llama desde lejos.

Pero tú no sabes la razón de que el mirlo despedaza el árbol entre sus dedos sangrientos.

Y este es el misterio.

Cuarenta días y cuarenta noches trepando de rama en rama como en el diluvio. Cuarenta días y cuarenta noches de misterios entre rocas y pinachos.

Yo podría caerme de destino en destino, pero siempre guardaré el recuerdo del cielo.

¿Conoces las visiones de la altura? ¿Has visto el corazón de la luz? Yo me convierto a veces en una selva inmensa y recorro los mundos como un ejército.

Mira la entrada de los ríos.

El mar puede apenas ser mi teatro en ciertas tardes.

La calle de los sueños tiene un ombligo inmenso de donde asoma una botella. Adentro de la botella hay un obispo muerto que cambia de colores cada vez que se mueve la botella.

Hay cuatro velas que se encienden y se apagan siguiendo un turno sucesivo. A veces un relámpago nos hace ver en el cielo una mujer desesperanzada que viene cayendo hace ciento cuarenta años.

El cielo esconde su misterio.

En todas las escalas se supone un asesino escondido. Los cantores cardíacos mueren sólo de pensar en ello. Así, las mariposas enfermizas volverán a su estado de gusanos, del cual no debían haber salido nunca. El oído recaerá en infancia y se llenará de ecos marinos y de esas algas que flotan en los ojos de ciertos pájaros.

Solamente Isolda conoce el misterio. Pero ella recorre el arcoíris con sus dedos temblorosos en busca de un sonido especial.

Y si un mirlo le picotea un ojo, ella le deja beber toda el agua que quiera con la misma sonrisa que atrae los rebaños de búfalos.

 

*

 

Cuántas cosas han muerto adentro de nosotros. Cuánta muerte llevamos en nosotros. ¿Por qué aferrarnos a nuestros muertos? ¿Por qué empeñarnos en resucitar nuestros muertos? Ellos nos impiden ver la idea que nace. Tenemos miedo a la nueva luz que se presenta, a la que no estamos habituados todavía como a nuestros muertos inmóviles y sin sorpresa peligrosa. Hay que dejar lo muerto por lo que vive.

–Isolda, entierra todos tus muertos.

Piensa, recuerda, olvida. Que tu recuerdo olvide sus recuerdos, que tu olvido recuerde sus olvidos. Cuida de no morir antes de tu muerte.

Como dar un poco de grandeza a esta bestia actual que solo dobla sus rodillas de cansancio a estas altas horas en que la luna llega volando y se coloca al frente.

Y, sin embargo, vivimos esperando un azar, la formación de un signo sideral en ese expiatorio más allá, en donde no alcanza a llegar ni el sonido de nuestras campanas.

Así, esperando el gran azar.

Que el polo norte se desprenda como el sombrero que saluda.

Que surja el continente que estamos aguardando desde hace tantos años, aquí sentados detrás de las rejas del horizonte.

Que pase corriendo el asesino disparando balazos sin control a sus perseguidores.

Que se sepa por qué nació aquella niña y no el niño prometido por los sueños y anunciado tantas veces.

Que se vea el cadáver que bosteza y se estira debajo de la tierra.

Que se vea pasar el fantasma glorioso entre las arboledas del cielo.

Que de repente se detengan todos los ríos a una voz de mando.

Que el cielo cambie de lugar.

Que los mares se amontonen en una gran pirámide más alta que todas las babeles soñadas por la ambición.

Que sople un viento desesperado y apague las estrellas.

Que un dedo luminoso escriba una palabra en el cielo de la noche.

Que se derrumbe la casa de enfrente.

Para esto vivimos, puedes creerme, para esto vivimos y no para otra cosa. Para esto tenemos voz y para esto una red en la voz.

Y para esto tenemos ese correr angustiado adentro de las venas y ese galope de animal herido en el pecho.

 

*

 

Dos palabras aún, amigos míos, antes de terminar. Vanas son nuestras luchas y nuestras discusiones, vana la fosforescencia de nuestras espadas y de nuestras palabras. Sólo el ataúd tiene razón. La victoria es del cementerio. El triunfo solo florece en el sembrado misterioso.

Así fue el discurso que habéis llamado macabro sin razón alguna, el bello discurso del presentador de la nada.

Pasad. Seguid vuestro camino como yo sigo ahora.

Soy demasiado lento para morir.

Sin embargo, Isolda, prepara tus lágrimas. Lejana, enternecida como un piano de remordimientos, prepara tus mejores lágrimas.

Soy lento para morir. La estatua que pasea sobre el mar y el viento cierra mis párpados en señal de gloria penetrante.

Una montaña ocupa la mitad de mi pecho.

Yo llevo un corazón demasiado grande para vosotros. Vosotros habéis medido vuestras montañas, vosotros sabéis que el Gaurizankar tiene 8.800 metros de altura, pero vosotros no sabéis ni sabrán jamás la altura de mi corazón. Sin embargo, mañana en el fondo de la tierra escucharé vuestros pasos.

¿Quién turbará el silencio? Acallad ese ruido insolente.

Son mis antepasados que bailan sobre mi tumba. Son mis abuelos que tocan a rebato para despertarme. Es el jefe de la tribu que se encuentra solo y llora.

Acallad vuestros gritos inútiles.

Henos al fin dormidos en la carne de la tierra.

Desde entonces vive el cataclismo en las ciudades. Caen las murallas y los techos dejando ver pueblos enteros desnudos en diversas actitudes, las más de las veces implorando misericordia.

Asoman brazos y piernas entre escombros.

Hubo también un derrumbe en el cielo. Cuántos pájaros murieron aplastados.

Días después las gentes se paseaban mirando las ruinas. No quedó una sonrisa en pie. Pasaban los fantasmas con los ojos cubiertos aullando, y un hombre enloquecido saltaba de cabeza con el puñal en la mano buscando a un Dios culpable.

Sudad, esclavos. Levantad las ciudades futuras. Yo entre tanto miro la carrera de las selvas. Yo contemplo el pirata del ocaso y su lento suplicio.

Medid la tierra para saber cuántos milagros caben. Adornad los volcanes, embanderad los barcos, horadad las montañas. Vosotros me diréis mañana cuántos fantasmas se puede enterrar aún con todos sus sueños.

–Despierta, Isolda, antes que venga la revuelta final y tu techo quede acribillado por las balas porque nadie cree en tu verdad.

Será preciso, te digo, que tu gracia se levante entre cadáveres, tu gracia cogida en las ruedas del motín, mientras el fuego lo destruye todo y empieza a lamer el horizonte y a trepar por el cielo.

Se doblan las torres bajo la lluvia ilimitada. Vuelan techos ardiendo.

Todo ha de pasar.

De borde a borde el mundo está en silencio. Pero hay algo que aún nos busca en todas partes.

Arad la tierra para sembrar prodigios. Lanzad escalas por todos los abismos.

Decidme, ¿qué utilidad presenta la esperanza? Se alejan los veleros en su Gólgota interminable, por miedo a la borrasca.

Atrás se queda todo.

La canoa que debe perecer va subiendo la última ola.

El cielo es lento para morir.

¿Oyes clavar el ataúd del cielo?

 

 

 

* Agradecemos la sesión del material a Mario Meléndez, de la Fundación Vicente Huidobro de Chile.


 

Vicente Huidobro (Chile, 1893-1948). Padre del creacionismo y uno de los autores más relevantes de la poesía hispanoamericana del siglo XX. Muy temprano viajó a París donde entró en contacto con las vanguardias. Entabló amistad con artistas de la talla de Pablo Picasso, Juan Gris, Pierre Reverdy, entre otros. De sus poemarios destacan: Adán (1916), El espejo de agua (1916), Horizonte cuadrado (1917), Poemas árticos (1918), Ecuatorial (1918), Altazor (1931), Temblor de cielo (1931), Ver y palpar (1941), El ciudadano del olvido (1941) y Últimos poemas (1948). Su poesía ha ejercido una especial atracción entre públicos jóvenes y ha sido permanentemente objeto de estudio.

Dejá tu comentario.