Todas las mañanas un muerto

Por Maumy González

Ramiro fuma sin apartar la vista de la ventana mientras escucha al Cuco. Desde la cama puede ver un recorte del cielo entre los techos. Aunque es su única ventana no se queja. Le gusta el sonido del cerro, las voces, la música estridente, incluso los gritos. La mezcla es como una orquesta desafinada y ese desorden tiene su encanto.

A los pies de la cama está el maletín. El Cuco lo dejó ahí antes de comenzar a hablar. Para convencerlo le dice que el trabajo es fácil. Solo tiene que hacer la entrega, ni siquiera tiene que saber qué hay dentro. A las diez debe llevar el maletín al bar del Indio. La China le marca al comprador, él hace el intercambio y regresa a la pensión. No debería haber problema.

Ramiro pregunta cuánto le toca. El Cuco dice una cifra y le entrega un revólver. Parece demasiada plata para un trabajo tan sencillo. Pero no puede dudar, para ganar respeto hay que arriesgarse. ¿Y si aparecen los pacos?, vuelve a preguntar. El Cuco lo mira de reojo, envuelto por el humo del porro que ha encendido. Te piras, le dice más con la nariz que con la boca, pero ni se te ocurra dejar el maletín.

A la hora convenida Ramiro se calza el revólver entre los pliegues del pantalón y la camiseta. Es raro el maletín. Pesa mucho más de lo que esperaba, incluso para la mercancía que está acostumbrado a entregar. Decide que es mejor olvidarlo y concentrarse en bajar las escaleras del cerro.

No hay mucho que ver en el barrio a esa hora, salvo las mismas casas construidas a medias, callejones y recovecos de siempre, todo apiñado hacia la cima como una pirámide interminable. Ramiro lo conoce de memoria. Está tan acostumbrado que nada de lo que hay afuera le hace falta.

Camina con un ojo en el suelo y otro a los costados, pendiente de cada rincón. Los métodos del negocio son claros: si hay que cargarse a alguno se le da un tiro y listo. Si por la mañana te tropiezas al muerto, hay que pasar de largo y persignarse sin mirarlo.

Llega al bar del Indio sin problemas. Hacia el fondo está la China, sentada sobre la barra con las piernas abiertas. Un cliente la manosea mientras ella ríe a carcajadas. ¡Otro ron, Indio!, grita, y aparta al tipo de un empujón. Ramiro la ve acercarse despacio, zigzagueando entre las mesas. Es el ritual de la fichera: pasar, reír y pedir tragos. Necesita divertir a los clientes, hacerlos beber hasta perder la conciencia y mucha plata.

Esta noche la China va de rojo y sin maquillaje. Así, con la cara lavada, le parece más bonita que otras veces. No ha llegado, le dice al oído cuando lo tiene cerca. Luego se aleja sin perder el ritmo. A Ramiro no le preocupa, sabe que regresará si la necesita.

Escoge una mesa y pide una cerveza. A su alrededor el movimiento sigue su curso: música, sudores y alcohol. Estar en el bar le trae recuerdos, algunos malos, otros buenos. Recordar es como meter la cabeza en un balde lleno de agua. Entonces el mundo desaparece y todo queda en silencio. Piensa en cuando era chico y su madre lo levantaba para ir a la escuela; en cuando jugaba a la pelota. Ahora es grande, un hombre de dieciocho al que le gustan otras cosas, como pasar la noche con la China y contarle los lunares del pecho.

Mientras bebe, Ramiro mira hacia fuera. Ve fluir la noche despacio. El comprador no aparece. Detrás de la barra está la China, que levanta el vaso y le guiña un ojo. Ramiro sigue esperando. Pide otra cerveza, aunque esta vez los recuerdos no llegan a calmarlo. La cara de su madre se le aparece como dibujada al carbón, con trazos tan finos que cualquier brisa se los lleva y él la olvida. Sus recuerdos son así, fugaces, prescindibles.

Unas mesas más allá hay una pareja manoseándose. Parecen viejas seleccionando mangos en el mercado. Chup, chup… hacen las lenguas. Ramiro sabe qué viene después. Lo de siempre, un revolcón en una cama que huele a sudor viejo y algunos billetes sobre la mesa de noche. Quizás un par de rayas si la chica se porta bien.

Suena el celular: es el Cuco. Le dice que el cliente canceló el trato. Igual consiguió otro comprador. Pagan el doble pero tiene que llevar el maletín hasta el centro. Ramiro se queja: salir del barrio es peligroso. El Cuco dice que no hay vuelta atrás, un trabajo es un trabajo. Además, la mercancía no aguantará demasiado tiempo fuera de un congelador. Lo esperan en una hora.

Por primera vez a Ramiro le interesa lo que tiene que entregar. Sube el maletín a la mesa, lo observa con cuidado. Por fuera está limpio, por dentro quién sabe. Ni siquiera se anima a abrirlo. Enciende un cigarrillo: hay algo vivo adentro, se repite. No es que le importe, pero tiene la sensación de que debe respetar algunos códigos.

Busca a la China. La ve bailando sobre la barra. Parece un cunaguaro. Intenta saludarla antes de salir pero ella no lo ve, sigue el ritmo con los ojos cerrados, metida en su propio mundo.

En lugar de ir al centro Ramiro regresa a la pensión. Poco le importa lo que haga el Cuco. Si quiere la plata tendrá que hacer el intercambio por su cuenta. Él no piensa mover un dedo para entregar algo que puede dañarse fuera de un congelador, aunque le paguen el doble. Prefiere pudrirse mirando el techo.

Más tarde aparece el Cuco. Ni siquiera saluda. ¿Dónde está el maletín?, le pregunta. Ramiro señala un rincón del cuarto sin dejar de mirar a una araña que cuelga del techo. Entre las patas tiene una mosca. Los insectos son bichos raros, como la gente, piensa. Deja la araña y mira al Cuco que revisa la mercancía. Mierda, dice el Cuco. Y cierra el maletín de golpe.

Ahora el cuarto huele a carroña. Ramiro se da cuenta de que los ojos del Cuco son como cortadas supurando. Lo conoce. Sabe que es mejor no quedarse quieto. Se levanta y saca el revólver. Pero el Cuco es mucho más hábil, antes de que pueda dispararle, lo tiene pegado al cuerpo.

Lo siguiente es un fogonazo. Siente una descarga eléctrica. Antes de caer se da cuenta de que la mosca ya no está, en su lugar hay un capullo blanquecino. Entonces recuerda la cara de su vieja y cierra los ojos. Mañana será uno más al que pasarán de largo sin mirar.

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“Todas las mañanas un muerto” forma parte del libro de cuentos homónimo de Maumy González publicado por La Letra Eme en 2014.

Maumy González

(Maracay, 1974)

Es venezolana, ingeniera y escritora. Desde el 2005 vive en Buenos Aires. Sus textos han sido publicados en revistas y suplementos literarios. Todas las mañanas un muerto (La Letra Eme, 2014), su primer libro de cuentos, recibió Primera Mención Honorífica por el Fondo Nacional de las Artes. En 2016 resultó finalista en el Concurso Literario Internacional “Ángel Ganivet” (Finlandia) y recibió una Segunda Mención en el Premio Municipal de Literatura “Manuel Mujica Lainez” (Argentina). Actualmente es Secretaria de Difusión de la revista literaria La balandra; coordina el Ciclo Ficciones en el Centro Cultural de la Cooperación “Floreal Gorini”; colabora en la prensa y difusión de nuevos narradores; dicta talleres de narrativa y lleva adelante el blog #LaAquateca, como un espacio de intercambio de herramientas sobre la creación literaria.

 

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